Este hombre no negocia la clase. No comercia con la elegancia. Le vienen de serie. Incluso cuando el control cualitativo que aplica sobre su propia escritura puede ser discutible. Su clasicismo fluye lejos de cualquier cuadrícula temporal, como si las coyunturas de mercado apenas pudieran rozarle. Y era ya hora de que luciera con la brillantez de aquel “Heartmind” (2022) del que empezábamos a olvidarnos porque sus últimas entregas apenas eran de entretiempo: el rescate de inéditas de “Seed Cake On Leap Year” (2024), el recuento de rarezas “2000–2004 Demos, Live And Radio” (2024) y el material circunstancial de “Sing And Play New Folk Songs For Children” (2023), junto a Mr Greg. Quizá por eso aquí el empeño es doble. Y lo cierto es que hay que fiárselo muy largo para mantener durante más de una hora el listón de “Priestess”, “Peace” y “Missionary Bell”, las tres preciosidades que, cada una a su manera (la prestancia soft rock, el fulgor pop, la sensibilidad acústica), descorchan las virtudes de estos dieciséis cortes en 76 minutos, duración que recuerda aquellos tiempos –finales de los noventa, primeros dos mil: pleistoceno superior parece ya– en los que los músicos apuraban al máximo la duración de los CDs, no fuera a ser que alguien se sintiera timado tras haber desembolsado los veintipico euros (o las dos mil y pico pesetas) de rigor.
Nunca ha sido McCombs un tipo muy dado a las medias tintas. Ni a la contención. Tampoco en directo: le he podido ver algún concierto notable y algún otro más que errático. Lo bueno es que esta vez la abundancia no es sinónimo de dispersión: aunque el hechizo de sus tres primeros cortes se diluya ligeramente conforme avanza el minutaje, soy de quienes ya piensan que este decimoprimer álbum bien puede ser, junto al anterior (el ya mentado “Heartmind”), lo más completo y brillante que ha hecho nunca. A sus 47 años. Madurando como los mejores vinos.
“Interior Live Oak”, título que alude a un árbol típico del norte de su California natal, refulge y satisface allá donde le hinques el diente. En las baladas, en los medios tiempos, en los destellos de inmediatez en que se muestra más directo. Bien puede ser su declaración de intenciones más ambiciosa. El gran trabajo poliédrico con el que sueña alguna vez todo songwriter que se quiera preciar de gran autor. Las colaboraciones de Jason Quever, Chris Cohen, Matt Sweeney y Mike Bones quedan diluidas en la solidez de un muestrario que rebosa detallismo (“Home At Last”), aridez (“A Girl Named Dogie”), dinamismo (“Asphodel”), intimismo (“I’m Not Ashamed”), reflexividad (“I Never Dream About Trains”, ¿negando a Robyn Hitchcock?), lirismo (“Van Wyck Expressway”), desafío (“Lola Montez Danced The Spider Dance” y sus siete minutos), travesura (“Juvenile”), delicadeza (enorme “Strawberry Moon”), rockerío (el dylanita tema titular que lo cierra) y muchas otras sensaciones que, combinándose a veces unas con otras en la misma canción, indagan con sutileza y maestría, sin prisa alguna, en cuestiones tan universales como la autenticidad, la belleza, la memoria o la fidelidad a los propios principios. Una joya. ∎