Hay discos cuyo concepto podría comerse su contenido. O, al menos, oscurecerlo. Corren ese riesgo. Pienso en este “Corsé” como uno de ellos. Me recuerda en cierto modo, por su naturaleza colaborativa, por su síntesis entre lo digital y lo orgánico y por su ambición, a lo que fue “Toda una alegría” (2023), de Adriano Galante. Otra obra de madurez. Incluso comparte con él un par de colaboradores. Apunta alto, porque se erige en una oda contra la violencia (tal cual, así descrita) que ejerce el status quo social sobre la disidencia. Es una crítica a quienes se oponen a la diferencia y a la imperfección. A quienes no conciben más cánones –estéticos e incluso éticos– que los que nos imponen los grandes medios de comunicación y las redes sociales. A esa especie de dictadura que nos dice cómo debemos lucir, vestir, amar, envejecer o actuar. Al corsé que nos imponen y que nos imponemos nosotros/as mismos/as. Ideas que no son ajenas a la trayectoria de la artista de Palafrugell, pero que aquí forman un muestrario coral, servido en trece canciones con trece vocalistas distintos en el que es su disco número trece. Mucha tela que cortar. El resultado es exuberante, pero algo menos diverso de lo que la disparidad de invitados podría sugerir. Quizá subyazca aquí otro corsé algo menos evidente, seguramente involuntario: el que unifica estos cincuenta minutos por mor de lo textual. Dice Clara Peya que siente que estas canciones son menos suyas. Pero no deja de ser una obra muy unitaria, más allá de que su piano (que a oídos profanos puede remitir al minimalismo de Nils Frahm, Ólafur Arnalds o hasta Debussy) emerja como hilo conductor, la espina dorsal sobre la que se sostiene todo lo demás.
Aun así, la personalidad de sus colaboradores es la que es. Suficientemente marcada como para que pase inadvertida. La voz del ibicenco (residente en Valencia) Leo Rizzi contribuye a que “Sota les dents” parezca un melancólico medio tiempo de Pet Shop Boys cantado por ANOHNI. El molde de torch song estilizada y sensible, común a no pocos de estos trece cortes, también casa bien con Momi Maiga en “Abrir la luz” y en una “Hija del silencio” en la que Iris Deco merodea el R&B. Es un disco de interpretaciones vocales sutiles y delicadas, de texturas sonoras medidas, finas, tenues, en el que los géneros musicales también se diluyen, y con el que no sabemos hasta qué punto cabe hablar de soul digital en “Estat salvatge” (con Alex Serra), de electropop el ralentí en “Vientre seco” (con Maren), de slow pop en “El tall” (con Ferran Palau en su salsa), de folktrónica en “Ángel caído” (con Anna Ferrer), de pop mutante en “Les flors” (con Marina Herlop también cómoda en su elemento), de balada a lo Björk –por la irrupción de esos ritmos tectónicos muy “Homogenic” (1997)– en “El plor d’un cavall” (con Pol Batlle), de leve ruidismo en “Maldita la pena” (con Albert Pla) o de pop electrónico en “Alta traïció” (con Salvador Sobral). Quizá tan solo se trate de esquivar disquisiciones entre lo cerebral y lo emocional, diálogo de ideas contrapuestas que a veces parece la fuerza motriz que bulle en lo más hondo de este singular álbum, y dejarse llevar por un minimalismo que en manos de Sílvia Pérez Cruz (“Nana para mí”) araña –otra vez– altas cotas de emotividad. ∎