En 1994, Charles Thompson IV quizá no fuese un hombre dichoso, pero sin duda era un tipo ocupado: acaba de enviar a los Pixies, fax mediante, a la papelera de la historia; su primer disco en solitario llevaba menos de un año en la calle, y las canciones le quemaban en las manos. En el retrovisor, la furiosa implosión de “Trompe Le Monde” (1991), canto de cisne de la primera encarnación de los duendecillos de Boston.
En el horizonte, una barra libre de power pop demente, rock lijado a mano, wéstern esquizoide y rockabilly galáctico. El gancho luminoso de “Headache”, adictiva golosina pop; la febril epopeya de “Freedom Rock”, y el atropello punk de la bulliciosa “Thalassocracy”. 22 canciones, 62 minutos y más volantazos que en la Collada de Toses.
Por lo que sea, “Teenager Of The Year”, el segundo disco en solitario de Frank Black, extensión evolutiva de Black Francis, no causó demasiada sensación en 1994, año cero del britpop y las cenizas del grunge aún humeando. Tampoco logró colarse en la lista de los mejores discos de aquel año de esta santa casa ni en la versión alternativa de la misma que se publicó hace unos meses. Nada grave: aquí está, con cierto retraso y esquivando por unos meses la fecha redonda (el disco original se publicó en mayo de 1994), una reedición especial de 30º aniversario remasterizada a partir por primera vez a partir de las cintas analógicas de estudio.
Una excusa como cualquier otra para rencontrarse con Black en un estado de gracia poco común (todo chicha; ni rastro de paja) y una oportunidad única para echarse a la carretera y quitarse treinta años de encima. Y es que, además de poner de nuevo en circulación el disco en una vistosa edición en vinilo dorado, Black ha reunido a la banda original que grabó el álbum (Eric Drew Feldman, Lyle Workman y Nick Vincent) para ofrecer una gira de conciertos antológicos en Estados Unidos, París y Londres.
De “Teenager Of The Year” se ha dicho que es a la historia de los Pixies lo que el “Ram” de Paul McCartney a la de los Beatles: una invocación post mortem, inspiradísima sesión de espiritismo, que prolonga el ensalmo y enriquece el legado. Y aquí está, en efecto, casi todo lo que nos gustaba de los cuatro de Boston: el arrebato pop, la insólita libertad creativa, el alarido hielasangre, las guitarras-serrucho, el cambio de ritmo constante, los chispazos punk, las obsesiones ufológicas, la sublimación del “loud-quiet-loud”…
Falta, en efecto, todo lo que aportaban a la mezcla Kim Deal, Joey Santiago y David Lovering, pero incluso sin eso no solo es el álbum bandera de Black: también es el mejor trabajo de la factoría Pixies desde 1991. Un magnífico y orgulloso recordatorio del genio torrencial del estadounidense que por no necesitar ni siquiera necesita de extras o bonus tracks: basta con perderse por los afluentes de “Olé Mulholland”, “Whatever Happened To Pong?”, “Speedy Marie” y “Bad, Wicked World” para empezar a flotar. ∎