HiraHira, en japonés, es una onomatopeya que se utiliza para referirse al movimiento de algo que ondea o revolotea, como una bandera o una tela. También es una de las denominadas frutas del diablo que aparecen en el interminable manga “One Piece”: se supone que, quien la consuma, tendrá el poder de volverse plano y flexible. HiraHira Violence Club, ahora, es el nombre del nuevo dúo asturiano-catalán: su primer disco, violento, electrónico y homónimo se publicó el viernes 12 de septiembre. El proyecto lo integran Zazi White y Pau Molist. La primera es fotógrafa y japanófila, inspirada en la cultura Lolita del país nipón. El segundo, productor musical, también puede escucharse en los proyectos Vigilant y Pau Oksana: fundamentalmente electrónico, su estilo puede encasillarse entre el industrial, el ambient y el noise con un gusto autodestructivo al estilo valenciano.
La unión entre ambos provoca un disco que suena a distopía futurista, fruto de la mezcla entre el universo kawaii y la cultura rave. En realidad, la fusión tiene más sentido del que cabría esperar, y es que la estética Lolita, aunque a simple vista se asocie a lo infantil y lo encantador, nace en realidad de una respuesta cultural posbélica mucho más compleja y oscura. Desde los años setenta, lo kawaii se vinculó con la juventud japonesa como forma de huida de las expectativas sociales tradicionales (matrimonio, trabajo estable) y de un pasado reciente marcado por la guerra. Ese trasfondo explica su afinidad con la crudeza del techno industrial, y esa ambigüedad conecta de forma natural con los muros de ruido, percusiones metálicas y atmósferas abrasivas de HiraHira Violence Club. Así, su disco se sitúa justo en ese espacio liminal: donde lo entrañable y lo grotesco dejan de ser opuestos, si es que alguna vez lo han sido.
“HiraHira Violence Club” es un compendio de dulzura contaminada de agresividad. “Belleza y violencia”, la composición con la que abre su debut, es una clara muestra de ello: un sintetizador monísimo abre con una intro que va perdiendo peso en favor de un muro. Si algo define este primer LP es su cualidad de electrónica tórpida, algo sucia y perezosa, donde las texturas parecen arrastrarse con dificultad a través de lugares sombríos. No se trata de una propuesta en la que busquen canciones al uso: el dúo trabaja con materiales densos y ominosos, buscando antes la incomodidad que “el tema” propiamente dicho. “Sola” condensa esa estética: un tapiz de voces largas y estáticas, sepultadas bajo bajos profundos y zumbidos permanentes, nos da la idea de que la voz, aquí, no es importante. Más adelante, “Esclavo” dobla la apuesta: un rezo a dos voces sobre la obediencia y la moral, con cadencias que recuerdan a cantos religiosos pero infectadas de distorsión y eco. El giro llega con “Onichan”, donde por primera vez la inercia pesada se rompe en un bombo a negras, casi neobakala. “El ramu”, que cierra el disco, deja de lado el techno para centrarse en el carácter ritual y místico del álbum a través del folk nórdico: un ramu (ramo) es un objeto presente en muchas fiestas populares asturianas, una pirámide elaborada con pan y adornada con flores que se entrega como ofrenda al santo o la virgen durante la procesión.
Lo que HiraHira Violence Club ponen sobre la mesa es un techno dramático de estética naíf en tensión con lo siniestro. De lo hipnótico a lo litúrgico, de lo sombrío a lo más tierno: Harajuku y Valencia se unen en esta particular recreación sonora del fin del mundo. ∎