La fructífera alianza que Kim Gordon y el productor Justin Raisen –amplio espectro el suyo: de Charli XCX a Yves Tumor, pasando por Angel Olsen, Sunflower Beam o Lil Yatchy– sellaron con “No Home Record” (2019) –el primer álbum a nombre de la neoyorquina– no solo continúa, sino que se expande y transforma en “The Collective” sin rebajar el ánimo disruptivo que anida en la obra de una creadora siempre sagaz y polifacética. En realidad estábamos más que avisados por los avances que han ido publicándose a lo largo de las últimas semanas, canciones de espíritu inclemente, lírica incisiva y sustrato hip hop –industrioso, estridente, trapero: cien por cien contemporáneo– en las que la bajista, cantante y compositora de Sonic Youth parecía fijar su penetrante mirada en un horizonte sonoro distinto al habitual.
Cabe recordar que hace más de treinta años coprotagonizó con su grupo y Chuck D la gloriosa “Kool Thing”. O que la Juventud Sónica montó buena juntera con Cypress Hill en la cannábica “I Love You Mary Jane” allá por 1993, también con ella pillando micro. Pero lo que escuchamos en canciones como “BYE BYE” es trap belicoso sin aditivos ni edulcorantes, lo que suena en “I’m A Man” es ruido endemoniado sojuzgando a los hi-hats y los bombos, mientras que la caja de ritmos de la ominosa “Shelf Warmer” –con Gordon casi en modo spoken word, declamando suave entre finos tapices de feedback– tampoco deja lugar a dudas sobre el encaste southern de buena parte del disco.
La beligerancia de la obra también aflora en los textos, no podía ser de otra manera. La enumeración ad infinitum de “BYE BYE” –cosas que hay que hacer, objetos de los que supuestamente no se puede prescindir, firmas a las que parece obligatorio venerar, fármacos que nos ayudan a seguir– subraya el absurdo cotidiano al que a menudo debemos enfrentarnos. La ruta angelina de “Psychedelic Orgasm” –Gordon se crió en la megalópolis californiana– radiografía el agujero negro existencial que implosiona en los grandes núcleos urbanos. En “I’m A Man”, subimos al desván del macho para comprobar que ni asume ni se plantea rebajar su ponzoñosa personalidad: “No es culpa mía, nací hombre / Vamos, Zeus / Coge mi mano / Sube a mi espalda / Porque soy el hombre”.
El vitriolo, omnipresente a lo largo de los 40 minutos de este álbum que no hace concesiones, se materializa en la yuxtaposición de esquemáticas andanadas de ritmo industrial –las de “The Believers”–, en el punk electrónico onda Suicide de “Dream Dollar”, en el chirriante planteamiento sonoro de “The Candy House” –una de las mejores del lote, con la voz de Gordon paulatinamente sometida, al borde de la extenuación, por la propia naturaleza del tema– o en el paso cojitranco y dolido de la obsesiva “I Don’t Miss My Mind”.
Dueña y señora de una obra siempre irredenta, ahí están los discos de Body/Head, Free Kitten y Glitterbust para ampliar la panorámica, Kim Gordon sigue sin deponer su combativa actitud artística. Por eso ha firmado otro disco relevante –ojo, ella cumplirá 71 el mes que viene– que nos apela e incomoda en la misma medida. Brava. ∎