Álbum

Lana Del Rey

Blue BanistersPolydor-Interscope-Universal, 2021

Nunca es sencillo, a menudo ni siquiera recomendable, el natural empeño que siempre tenemos fans y comentaristas en averiguar si lo que dice en sus canciones el artista de turno es o no autobiográfico. Si, además, se trata de personajes tan tangibles y a la vez enigmáticos como Elizabeth Grant y Lana Del Rey, su alter ego creado hace poco más de una década, o lo que es casi lo mismo, ocho álbumes mediante, la empresa no deja de resultar quijotesca. Sin embargo, no parece difícil concluir esta vez que el largamente anunciado nuevo álbum de la neoyorquina residente en Los Ángeles, segundo en lo que va de año, continuación natural de “Chemtrails Over The Country Club” (2021), puede catalogarse como uno de sus trabajos más íntimos y personales. Lo cual presupone desanudar la siempre inextricable conexión entre lo real y lo ficticio, lo privado y la licencia artística, donde verdad y fantasía se confunden. Bien visto, esta coartada es toda una ventaja tanto para el artista como para el intérprete comedido.

Una de esas conexiones gira alrededor de otro personaje central en “Blue Banisters”, por cierto, uno de los títulos más bonitos, líricos y metafóricamente cargados de significado que yo recuerde, aunque la discografía de Lana Del Rey se encuentra repleto de ellos, empezando por el impacto lejano de “Video Games”. El eslabón perdido responde por el nombre de Sean Larkin, el policía influencer de Oklahoma con el que acaba de romper la cantante de los adorables mofletes. En la primera canción, “Text Book”, Del Rey parece haber buscado en su amante la figura del padre –quizá ayude a desgranar el presunto complejo de Electra saber que la pareja se llevaba 10 años de diferencia–. En la canción homónima del disco, la chica afila los dardos: “Dijo que me arreglaría la giraldilla, me daría hijos, disiparía mi dolor y me pintaría de azul el pasamanos”. Si no es este un disco de separaciones, catarsis y promesas incumplidas, como los de Peter Hammill o Lee Hazlewood, que baje Dylan y lo confirme si quiere.

“Blue Banisters” es una de las piezas centrales de este álbum especialmente confesional –¿quería solo rimar cuando canta “there’s a baby on the way”? –, con el que Del Rey se desahoga sin perder –en casi ningún momento– la serenidad. Esta sensación es la que transmite sentada descalza y vacante con un traje americano sencillo en la portada. El cuadro se completa con una valla de madera sin barnizar a sus espaldas y sus queridos pastores alemanes, Tex y Mex, dos valores seguros donde los haya, también protagonistas de esa sustanciosa canción, que no es precisamente la que declara como su preferida. Esta sería la emotiva “Arcadia”, un tema acústico, romántico y ligeramente fúnebre, cuyo tono orienta el resto del disco. En ella, Del Rey emplea magistralmente imágenes de la América que habita en su mente con referencias a Sierra Madre y otros lugares. Pero Arcadia existe realmente. Está situada a media hora de Los Ángeles, una ciudad esta última quizá con demasiados recuerdos.

Tras este trío de agridulces ases, “Blue Banisters” se interrumpe en “Interlude – The Trio”, un instrumental melodramático y breve (sampleando a Morricone) que combina electrónica con texturas fronterizas, seguido de la reconciliadora “Black Bathing Suit” en busca del hombre llano con quien tomar un helado y ver la tele: “Canto como un ángel, mi corazón es como uno de ellos, pero lo único que me cabe es este traje de baño negro”. “If You Lie Down With Me” pone en duda que la hayan olvidado, “Beautiful” respira esperanza entre tanta frustración, “Violets For Roses” exuda el alivio de la libertad, “Dealer” (con cameo vocal no acreditado de Miles Kane) parece olvidarse de todo hasta que se desgañita en un “te di todo mi dinero, no quiero vivir”. Como si las canciones de “Blue Banisters” guardasen un orden cronológico. No todas a la misma altura, pero siempre presididas por la naturalidad vocal de Grant, el piano casi como único instrumento percusivo y unos arreglos alejados de cualquier ampulosidad. En esto consiste el refrescante atractivo sonoro de un trabajo que se mueve entre el indie rock y la americana con suaves pinceladas de electrónica.

Lana Del Rey entrega de esta forma un puñado de medios tiempos que exploran con ese talento inagotable que atesora y la madurez vivida de una estrella del pop de tan solo 36 años los vericuetos de un alma de expresividad incontinente que se descubre perdida en “Nectar Of The Gods”, un descarte de 2013 rescatado para este álbum. No se le puede negar a “Blue Banisters” una extraordinaria generosidad a lo largo de sus catorce canciones –quince con el corte instrumental– de esta musicalizada novela, ejem, autobiográfica. Así, tan enfáticamente, se percibe esta vez, con bellezas a lo bonzo como “Wildflower Wildefire”, la descarnada “Living Legend” o la conclusiva “Sweet Carolina”. Un octavo álbum que nace de la separación y el aislamiento, y por ello no puede ser uno más de esta autora pletórica en plena escapada de las listas de éxitos. En el futuro recordaremos cuando Lana Del Rey hacía tantos y tan buenos discos seguidos. Esto es lo que queda al final. Lo demás perderá pronto la pintura. ∎

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