Álbum

Phil Cook

Appalachia BorealisPsychic Hotline, 2025

Cuando uno se siente abrumado, a veces basta con abrir la ventana, respirar hondo y dejarse acompañar por lo que haya ahí fuera: el canto de los pájaros, el zumbido de un cable, el ruido de las olas, el viento, el rumor de una cafetera. Cada cual con sus recursos, con lo que tenga a mano. Con “Appalachia Borealis” de Phil Cook eso no es una propuesta. Ocurre. Es un piano sin coraza, una grabadora tirada en la repisa. Un tipo que necesita tocar para no desmoronarse y que, de paso, nos abre su ventana y nos deja escuchar hasta cómo respira.

Cook ha sido durante años ese músico que todos conocen pero pocos ubican: viene de la escena que vio crecer a Bon Iver, donde compartió banda, DeYarmond Edison, con Justin Vernon y su propio hermano, el prolífico productor Brad Cook. Fue quien acompañó a Mavis Staples y quien formó Megafaun, también con su hermano. Ha tocado con Hiss Golden Messenger, Waxahatchee e incluso apareció en un disco de Kanye West. También ejerció como director musical en un álbum de The Blind Boys Of Alabama. Nunca se había puesto en primera fila, más bien iba empujando desde la trastienda, hasta que publicó All These Years” (2021), su primer disco de piano en solitario. A pesar de su sonido cohesivo, aquel primer trabajo ya dejaba ver un abanico amplio de influencias: una mezcla precisa de folk de los Apalaches, blues, ragtime, góspel, jazz y minimalismo clásico contemporáneo. “Appalachia Borealis”, en cambio, suelta aún más lastre. Hay menos tensión suspendida, menos atmósfera de banda sonora, y un desapego claro del tempo metronómico. Esta vez, los que marcan el ritmo son los pájaros. Es su forma de decir “así suena cuando todo lo demás calla”.

Todo empieza con “Rise”, que ya está sonando cuando llegas. La melodía gira tranquila, circular y repetitiva, con pocas notas, lo que refuerza la idea de un ritual de entrada, algo meditativo. Después, “Running” entra más inquieta. Las manos se reparten tareas, pero con una tensión más suave. Tiene algo de mantra rítmico, con repeticiones que se desvían sutilmente en cada vuelta. En “Two Hands In My Pocket” la energía cambia por completo. La melodía juega a adelantarse ligeramente al compás, todo fluye, como esos días en los que no pasa nada y, aun así, todo encaja, con un piano avanzando con soltura y sin resistirse.

La transición hacia “Wescott” relaja el ambiente. El compás ternario aporta ese vaivén fácil, casi automático. Le sigue “Thrush Song”, donde la intensidad baja y entra más aire. El uso del pedal es esencial aquí para la larga resonancia. La melodía recuerda por momentos a la de “Succession”, pero sin esa tensión ni cinismo sofisticado. Tanto Nicholas Britell como Cook utilizan frases cortas, separadas por silencios o espacios de resonancia. Sin romper el clima, “I Made A Lover’s Prayer” profundiza en esa calma. Es la única canción que no es suya: una versión instrumental del tema de Gillian Welch y David Rawlings que llevaba años acompañándolo. Cook la grabó justo el día que recibió su primer piano propio, después de una vida entera tocando en instrumentos prestados o de estudio.

“Dawn Birds” nace en la ventana de su cuarto. Los pájaros marcan el tempo y el piano aparece después, colocándose al fondo. Es un homenaje sencillo a la escucha y al instante. Cuando llega “Buffalo”, el disco recupera su estructura: las octavas marcan el suelo y la melodía se construye en bloques pequeños, con paso firme. Eso le da una sensación de avance por acumulación. Con “Reliever” se abre en canal. Cook ha contado que la grabó entre lágrimas, y eso basta para entender cómo suena, con los acordes cayendo más despacio, como si sostenerlos fuera un acto de fe.

A esas alturas, “Ambassador Cathedral” se cuela como una pequeña revelación. Cook ha explicado que fue una de las piezas más especiales del proceso. Mientras se mezclaba en el estudio de Brian Joseph, el ingeniero de confianza de Bon Iver, los cardenales del bosque empezaron a cantar. Lo hacían cada vez que sonaba la canción. Acabaron grabándolos con la puerta abierta. Y el cierre, claro, es para “Appalachia Borealis”. La compuso en mitad de una tormenta, y se nota. Los acordes caen pesados, empapados de ese día difícil. Es la canción que da título al disco y también fue el primer adelanto que compartió. La textura del piano y el canto de los colimbos se complementan sin pisarse. Es una especie de síntesis emocional del disco entero.

No hay giros en “Appalachia Borealis”. Hay oficio, emoción y espacio. Y eso, cuando está bien hecho, ya es mucho más de lo que parece. Hay músicos que evolucionan cambiando de dirección, y otros que afinan la suya. Phil Cook está en el segundo grupo. Aquí no reinventa nada. Pero encuentra una forma nueva de contarlo. ∎

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