Perogrullo: todos los festivales arrastran a un tipo de público muy determinado. Y la única manera de que un festival se haga central y grande es ejercer la pesca de red con el mayor tipo de público posible. En su 22º aniversario, el Azkena Rock Festival, reducto simbólico del rock’n’roll en su acepción más amplia, ha llegado a los 50.000 asistentes. Hurra a la organización, si nos atenemos a la inexistencia de colas y a lo fluido de pedir cervezas y comida. Por cierto, a diferencia de otras citas, la promotora Last Tour no permite entrar ni comida ni bebida, un melón que tarde o temprano, vía asociaciones de consumidores, se abrirá.
En su pesca de gran arrastre, Azkena puso dos apuestas arriesgadas –o muy poco arriesgadas, según lo mires– sobre la hierba: Arde Bogotá –artistas de la casa y grupo de “rock alternativo, con influencias como Héroes del Silencio” (?!) según Wikipedia– y Sheryl Crow, eterna figura del rock americano mainstream. En ambos casos pasó algo curioso pero esperable: el cambio de color de público. Estos dos cabezas de cartel convirtieron Mendizabala en un prado de normalidad, de canciones y gente con la que te topas en el ascensor del curro o en la cola de Inditex. Y ya se sabe que al Azkena se viene a buscar ese elusivo ideal rockero que algunos todavía acariciamos con la simplona ilusión de un quinceañero.
El cabeza de cartel rockista, usando un adjetivo rockdeluxero vintage, Queens Of The Stone Age, no cumplió las expectativas: su prog-rock de yate navegó plácido, sin catarsis. Y fue la responsabilidad de la veterana Mavis Staples y de tapados –veteranos o más jóvenes– como All Them Witches o The Black Halos –con una actuación que divide las opiniones de los periodistas responsables de esta crónica: también ahí está la gracia de la música en directo– ejercer el calambre de la emoción y la belleza que se le supone al rock’n’roll. Azkena crece, sí, pero quizá no en la dirección que quiere buena parte del público que lo ha hecho grande. Ricard Martín
Vitoria-Gasteiz tuvo la ocurrencia de despedir la primavera con una lluvia pertinaz que no cesó hasta cerca de las diez de la noche. Un par de horas antes, Whispering Sons centraban nuestra atención con su oscuro y tenso post-punk. Paraguas y chubasqueros aparte, la inclemencia obligó a que hicieran una prueba relámpago, ya que estamos en este plan, que casi coincidió con su verdadero inicio. No abundan las bandas jóvenes a descubrir en el festival ni el estilo exhibido por los de Bruselas, un quinteto comandado por la voz grave de Fenne Kuppens –ataviada con traje gris ancho y holgado de corte masculino y camisa blanca– que acentuaba su androginia y gestualidad. Tuvieron momentos ciertamente brillantes en 55 minutos centrados en su tercer álbum, “The Great Calm” (2024), atreviéndose incluso con la fúnebre “Still, Disappearing” con el guitarra como segundo teclista.
El escenario principal contó a continuación con Ty Segall, esta vez en formato cuarteto –hace un par de veranos lo vimos en sala con Freedom Band y Mikal Cronin en quinteto– y con su nuevo álbum, “Three Bells” (2024), como gran centro de atención. Es este un gran disco, pero quizá determinó demasiado el sonido de buena parte de la hora y cuarto que estuvo en escena, cuando precisamente es la versatilidad uno de sus grandes atractivos. El californiano, otra vez colocado de perfil y sin el más mínimo postureo de anticuado guitar hero, anda probando un nuevo blues-rock que se ensancha con apuntes de psicodelia e incluso rock progresivo, tan personal como inconcluso.
Aunque a mitad del set de Segall paró la lluvia, era un buen plan acercarse a la carpa Trashville, esa que otras veces parece una sauna, para secarnos por fuera y mojarnos por dentro. Además, ahí nos esperaba el guateque de unos septuagenarios yeyés llamados Los Sirex, verdaderos pioneros del rock hispano, cuando la música pop era pura diversión. “Hasta que no se vayan los Rolling, no nos vamos nosotros”, dijo casi al final un Leslie que este julio cumple los 80 y lleva con la marca desde finales de 1960. Con sus chaquetas granates y sus simpáticas presentaciones anacrónicas, no dejaron ninguno de sus grandes éxitos y versiones de los cincuenta y sesenta en una hora larga, si bien fue el “Resistiré” del Dúo Dinámico la canción que bien podría definir su persistencia.
Luego tocaba salir de la carpa para volver al escenario principal donde ya estaban en marcha Jane’s Addiction en calidad de cabezas de cartel. Han pasado casi cuatro décadas desde su formación en Los Ángeles y qué duda cabe que Dave Navarro, un guitarrista magnífico y magnético, exhibe mejor forma que ese Perry Farrell tan desmejorado, botella de vino en mano, al que a veces le cuesta llegar a unos agudos que marcaron época. Los tres primeros álbumes de la banda, en especial “Nothing’s Shocking” (1988) y “Ritual de lo habitual” (1990), reinan en el set, según lo esperado y deseado. Javier Corral “Jerry”
Sorpresa de última hora, Barry Adamson llegaba al festival con doble misión, porque también firmó libros de sus memorias en las que se le alude como bajista original de Nick Cave. También lo fue de los siempre reivindicables Magazine. Ahora se presenta en trío con una batería y un bajista, además de pregrabados de cuerdas, metales y teclados que lanza desde una tableta, algo imprescindible para desarrollar su cinemática música. Llama la atención su chándal de terciopelo, sombrero y zapatillas multicolores, que le dan aire de excéntrico chamán a lo Dr. John doméstico. Además de centrarse en su reciente “Cut To Black” (2024), de cierto brillo soul, incorpora una parte bluesera y acústica –versión de “Hot Love” de T. Rex incluida– y se acuerda de James Chance, fallecido la semana pasada.
Acudimos al pequeño escenario La Salve para ver nuestro mayor deseo del programa, unos Rain Parade con Matt Piucci chapurreando en castellano “esta música es para la noche”, aunque aún sea de día. Establecen un juego narcótico de dos y a veces tres guitarras, con el trasfondo de una psicodelia delicada, sobria y sombría, que no abandonan tanto en los temas de sus discos esenciales de los ochenta como en el actual “Last Rays Of A Dying Sun” (2023) o su novísimo EP “Last Stop On The Underground”. En “Green”, Piucci se intercambia con el teclista, mientras celebra que poco antes hayan tocado otra llamada “Blue”. Los californianos, que terminaban su pequeña gira europea, demuestran que a veces las segundas partes siguen siendo buenas.
Aún con la lisergia del Paisley Underground en mente, llegaba al escenario principal el sopapo del cuarteto femenino L7, curiosamente también de Los Ángeles, que casi una década después volvían al Azkena para merendarse su mítico “Bricks Are Heavy” (1992). Algo que hicieron en el mismo orden del disco en unos intensísimos 40 minutos, para después atacar un segundo set que compaginaba otros temas noventeros con alguno de “Scatter The Rat”, su disco de regreso en 2019. Pioneras en cruzar punk y hard rock, antes que las riot grrrls, siguen sonando insolentes y decididas, nada artificiosas e incluso vigentes.
Quizá todo lo contrario que el quinteto canadiense The Black Halos, a los que despedimos de nuevo en La Salve, cuyo punk rock a piñón fijo, tan coreable como sobado y voluntarioso, se nos atragantó en casi una hora eterna. Algo se animó cuando apareció por allí Michael Monroe, que un rato después se presentaba con Demolition 23, para acompañar a Billy Hopeless en las dos canciones finales. Antes, simultanearon sus clásicos con temas de “How The Darkness Doubled” (2022), el álbum que los devolvió a la vida grabada tras dos décadas. También tuvieron el detalle de mencionar las salas de conciertos, y en especial al histórico HellDorado vitoriano. Javier Corral (Jerry)
Había expectación: Redd Kross es una de la grandes bandas de la era dorada del rock alternativo y a la vez herederos de la realeza del power pop, el legado de Badfinger o Big Star pasado por el tamiz del punk. Salieron a matar con “Switchblade Sister”, disfrutón himno de glam primigenio con ecos de futbolín. Pese a anunciar que “hace cinco años que no salimos de gira”, la alquimia en la banda de los hermanos Jeff y Steve McDonald se mantiene: saltaron chispas entre las guitarras, hubo grandes juegos de voces, mucho cachondeo y ganas de vivir y un lanzar temazos para rubricar que el rock’n’roll es la cosa más seria entre las cosas menos serias. Bien fuera con temas nuevos como la muy beatle “I’ll Take Your Word For It”, o el himno de la era grunge “Jimmy’s Fantasy”, Redd Kross se llevaron al público de calle: todo el que estuvo cerca renovó su contrato de fe en el rock’n’roll.
Con el recuerdo fresco de la excelente actuación de los Black Halos presente –y Billy Hopeless entre el público en primera fila, coreando como si la vida le fuese en ello–, Michael Monroe se zampó entero el disco de Demolition 23. En realidad vimos una versión reducida de Hanoi Rocks: Sami Yaffa al bajo, Nasty Suicide a la guitarra y el rubio platino Monroe ejerciendo su glam-punk aeróbico en una actuación en recuerdo a San Stiv Bators. Una hora de curva en crecimiento: primera fila de fanáticos coreando como si fuera la Internacional y los tipos que inventaron el sleazy-punk despachando pelotazos propios y ajenos como flamígeras versiones de Dead Boys y algunos de los mejores temas de hard rock callejero de los noventa.
Empezó la jornada del sábado con πLT, banda esencial y pionera del metal vasco más experimental que sacó las legañas de la siesta del público tempranero. Su música, con un fuerte influjo de Faith No More en los momentos más convencionales y del ruidismo hardcore y el rifferío industrial, fue bien recibida por una concurrencia escasa pero entusiasta.
Más calidez hubo en el escenario de La Salve con The Detroit Cobras: encabezados por la imponente figura de Marcus Durant. El ex Zen Guerrilla dejó dicho desde el principio que no iba “a decir gilipolleces vacías; prefiero tocar y que la música hable por sí sola”. Y de eso hubo a raudales, entregados a ese rock’n’soul de raigambre Detroit que pasa por el túrmix a los Staple Singers, a las Shirelles y al garage-punk clásico. Sí, Durant no tiene la seductora voz de terciopelo de Rachel Nagy, pero su vozarrón trae a la banda al ámbito de los shouters más cafres del high energy de la Ciudad del Motor.
Y siguiendo el hilo conductor de la música de raíz americana, Warren Haynes lideró una banda de lujo en la que brilló el monstruo del jazz John Medeski a los teclados. Haynes ahondó en su faceta más negra, jazz y funk, la de los bajos caminadores y canciones con aires de psicodelia y wah-wah contenido que podrían estar en la banda sonora de “Shaft” (Gordon Parks, 1971), como la espléndida “Man In Motion”. Hubo recuerdos para Gov’t Mule, claro, con el baladón soul “Soulshine”, y también una versión de “Instrumental Illness” de los Allman Brothers, con una conexión de jam entre la banda que parecía sobrenatural, llena de swing y alma, en las antípodas del bluesman metalero. Toda una exhibición de elegancia y clase en la que dejó claro que su nítida voz sureña sigue sonando poderosa, y que la elástica y rotunda clase de Haynes vale tanto para un Azkena como para un festival de jazz.
Más raíz americana al cubo con una de las actuaciones más esperadas del festival: Mavis Staples salió al escenario con ayuda, pero fue situarse ante el micrófono y cantar la primera nota para dejar bien claro que no hay jubilación que valga para una de las últimos iconos del soul que quedan con vida. Staples se apoyó en un trío de bajo, guitarra y batería y dos coristas para liderar de manera magistral un recorrido por un siglo de música popular americana en la que hubo funk, country, blues, góspel y soul. Canciones casi desnudas, con una instrumentación escueta similar al primer Johnny Cash, que se llenaron de vida con la carnosa y emotiva voz de Staples, que tanto recupera el góspel de los The Staple Singers como hace una versión de los Talking Heads, “Slippery People”. Fue difícil contener las lágrimas ante una voz que ha vivido y cantado la segregación racial, los disturbios y los asesinatos de Kennedy y King y todavía se alza orgullosa y socarrona. Mención especial a la exquisita tarea del guitarrista y director de la banda, el bluesman Rick Holmstrom, una sobria fiera capaz de llenar todos los espacios sin tocar una nota de más ni de menos.
Sheryl Crow atrajo al público rockero con una briosa “Real Gone” –de la película “Cars” (John Lasseter, 2006)– con una instrumentación más propia de Tom Petty & The Heartbreakers que de la versión original. Pero el espejismo de que la icónica cantante hubiera planteado un concierto más afilado para adaptarse al Azkena quedó eliminado por una “Run Baby Run” que sumergió Mendizabala en una lluvia de melaza, rock de alto standing ejecutado de manera magistral, que tocó la fibra sensible de un público muy diferente del que suele campar por Mendizabala (las chupas de polipiel sustituyendo al tejano con logos parcheados). Tocó todos los hits, claro: “Leaving Las Vegas”, “If It Makes You Happy”, “Soak Up The Sun”... en una actuación tan perfecta como previsible. Quedó claro que no usa Auto-Tune: su voz no falló ni una nota, pese a caer en un sonsonete aflautado que sumió al recinto en éxtasis.