La historia de Black Sabbath obedece a un guion rockero perfecto, con sus fogonazos de gloria, sus excesos, sus conflictos, sus caídas en desgracia y sus resurrecciones, y con un desenlace de película. Sus miembros originales ayudaron a inventar un género, alcanzaron el éxito masivo, batieron récords de politoxicomanía, se pelearon, fueron cayendo de la formación uno detrás de otro, volvieron a juntarse, volvieron a pelearse, se llevaron a juicio entre ellos… Pero al final del trayecto se reconciliaron, y pudieron celebrar el milagro de seguir todos vivos en una gran fiesta que el destino convirtió en el mejor requiem que Ozzy Osbourne, fallecido el pasado 22 de julio, hubiera podido imaginar.
Ozzy Osbourne (1948-2025; voz), Tony Iommi (guitarra), Geezer Butler (bajo) y Bill Ward (batería) eran unos chavales cuando se conocieron en la humeante Birmingham, una ciudad fría, gris, con los ruidos de las fábricas de acero convertidos en el hilo musical que años más tarde impregna sus canciones. El cantante y el guitarrista fueron juntos al instituto Birchfield Road Secondary Modern en el curso 1960-61, y para entonces Ozzy ya era un chico bastante extraño. Lógico, después de haber sufrido abusos sexuales poco antes a manos de unos compañeros de clase. Tony era un año mayor y un tipo duro, así que aparte de saber de su existencia, no llegó a relacionarse con él. Al terminar el instituto, el ya guitarrista en ciernes entró a trabajar en la fábrica donde sufrió el famoso accidente laboral que le hizo perder la punta de dos dedos de la mano derecha, y de cuyas secuelas psicológicas solo pudo recuperarse cuando descubrió que le había pasado lo mismo a su ídolo Django Reinhardt. Y no fue hasta 1968 cuando volvieron a cruzar sus caminos.
Para entonces Iommi ya había tocado en dos bandas, Mythology y Velvett Fogg, pero quería formar la suya propia rescatando al batería de la primera, Bill Ward, y para ello respondió a la llamada de un anuncio en un periódico local que decía: “Ozzy Zig busca bolos. Vivo en el 14 de Lodge Road”. No cayó en que era aquel chaval introvertido del curso anterior, así que se presentó en la dirección señalada con su furgoneta. “La vi aparcada fuera de casa, y mi padre pensó que era la policía”, cuenta Ozzy en el completísimo libro “Black Sabbath” (Paul Elliott, 2014; publicado en España por Libros Cúpula). “Cuando Tony me vio por la ventana, le leí los labios y dijo: ‘¡Joder, este no, es un imbécil!’”. Pero se había quedado sin opciones y, además, Ozzy ya tenía experiencia con el grupo Rare Breed y se traería a su bajista, Geezer Butler.
Empezaron a funcionar con el nombre de The Polka Tulk Blues Band con otro guitarrista y un saxofonista, pero la formación se redujo al cuarteto definitivo al cambiarlo por el de Earth. Todo estuvo a punto de irse al garete cuando Jethro Tull fichó a Iommi, pero afortunadamente para la historia del rock, el guitarrista se largó enseguida ante lo que él consideraba un carácter dictatorial por parte de Ian Anderson.
Fue en la primavera de 1969 cuando compusieron el tema que les daría nombre –aunque aún no lo supieran– y, no menos importante, el que marcaría su estilo después de que Butler viera la enorme cola que había en el cine para ver “Las tres caras del miedo” (Mario Bava, 1963; titulada originalmente “Black Sabbath”). Si la gente paga por pasar miedo viendo una película, ¿por qué no van a pagar para hacer lo mismo escuchando un disco?
En septiembre de aquel año ya se habían bautizado definitivamente como Black Sabbath, a pesar del chasco que se llevaron cuando Iommi se lo comentó a su buen amigo Alvin Lee. “No me gusta, no llegaréis a ninguna parte llamándolo así”, tuvo los bemoles de decir el que puso a su grupo el excéntrico nombre de Diez Años Después (Ten Years After).
El terror rock había nacido, yendo varios pasos más allá del shock rock acuñado por los gritadores Screamin’ Jay Hawkins y Screamin’ Lord Sutch (y desarrollado por Arthur Brown, Alice Cooper, etc…). Y funcionó: en menos de tres semanas su primer disco –“Black Sabbath” (Vertigo, 1970)– llegó al octavo puesto de las listas británicas. Y antes de que terminara 1970, el single de adelanto del segundo, “Paranoid”, se encaramó al número uno dejando estupefactos a sus autores: “Me temblaban las piernas”, confesó Ozzy años más tarde. “A partir de ese momento, mi vida se disparó como un cohete”.
Lo del toque terrorífico en sus letras, muy criticado por los tabloides conservadores, se rebajó considerablemente en el disco “Paranoid” (Vertigo, 1970) en favor de un carácter más social, por decirlo así. “Walpurgis”, un tema que tenían casi terminado en homenaje a la fiesta pagana de la Noche de las Brujas, pasó a llamarse “War Pigs” como crítica a la Guerra de Vietnam. Incluso incluyeron un beef a los neonazis en “Fairies Wear Boots” después de que un grupo de skinheads intentara apalear a Butler en una gasolinera durante un parada de la furgo de gira en una carretera del sudeste de Inglaterra.
Su aspecto también cambió. Cuando el ocultista Alex Sanders les echó una maldición por negarse a tocar en uno de sus eventos en Stonehenge, los presuntos satanistas se cagaron en los pantalones y se colgaron del cuello unas cruces cristianas que les fabricó el padre de Ozzy a modo de protección, y que ya pocas veces se quitarían.
Su tercera entrega, “Master Of Reality” (Vertigo, 1971), fue igualmente soberbia y los metió por primera vez en el top 10 de Estados Unidos, donde ya nunca dejarían de girar a lo bestia con peligrosos efectos colaterales, ya que allí se engancharon a la cocaína que acabaría desintegrando la cohesión interna de la banda. Se mantuvieron en la brecha con “Vol. 4” (Vertigo, 1972) y “Sabbath Bloody Sabbath” (WWA-Vertigo, 1973), pero cuando llegó el momento de plantear su sexto álbum, estalló una guerra contra su mánager y su discográfica que a punto estuvo de acabar con ellos. Esa sensación de tener todo en contra quedó reflejada en el título “Sabotage” (NEMS-Vertigo, 1975), un disco inspirado pero sin hits con potencial comercial, lo que interrumpió su escalada en las listas.
A la decepción siguieron el agotamiento y la desgana. Ahí cometieron su primer tropiezo serio con el fallido “Technical Ecstasy” (Vertigo. 1976) y, tras un amago de espantada de Ozzy, limaron asperezas en el decente “Never Say Die!” (Vertigo, 1978), cuya grabación ya evidenció que la formación no daba para más. Dos meses antes de acabar la década de los setenta, Ozzy, ya totalmente ingobernable, fue despedido.
El sustituto fue Ronnie James Dio (1942-2010), y cuando Ozzy escuchó “Neon Knights”, el primer tema de “Heaven & Hell” (Vertigo, 1980), debió tener sensaciones encontradas. Era evidente que el enjuto vocalista estadounidense cantaba mucho mejor que él, pero eso ya no era Black Sabbath. El grueso de los fans coincidía con él: estaba muy bien, pero era otra cosa. “Mob Rules” (Vertigo, 1981) bajó el listón, Bill Ward decidió dejarlo y fue remplazado rápidamente por Vinny Appice, y a finales de 1982 Dio también puso tierra de por medio, harto de discutir con Iommi sobre la dirección estilística de la banda.
A partir de ahí empezó una larguísima etapa que perjudicó mucho a la imagen del grupo e incluso a su trascendencia en el heavy rock, con constantes bandazos que cercenaron para siempre la esperanza de que Black Sabbath se hiciera más grande de lo que ya era. Grabaron discos con pocas cosas rescatables junto a los cantantes Ian Gillan y Glenn Hughes, “Born Again” (Vertigo, 1983) y “Seventh Star” (Vertigo, 1986), respectivamente. Y, tras la marcha de un desilusionado Geezer Butler, cayeron en la intrascendencia absoluta con “The Eternal Idol” (Vertigo, 1987), “Headless Cross” (I.R.S., 1989) y “Tyr” (I.R.S., 1990), todos grabados con Tony Martin a la voz, un nombre del que muchos fans de Black Sabbath, buenos fans, ni siquiera han oído hablar en su vida a día de hoy.
El fugaz regreso de Dio y Butler en “Dehumanizer” (I.R.S., 1992) resultó en el último buen disco de los Sabs, pero “Cross Purposes” (I.R.S., 1994) y “Forbidden” (I.R.S.,1995), de nuevo con Tony Martin, fueron un fiasco. De ahí que en 1997, Iommi moviese cielo y tierra para conseguir lo que todos deseaban: la reunión de la formación original.
Los conciertos del grupo en 1997 fueron documentados en el directo “Reunion” (Epic, 1998), que incluía dos canciones nuevas en estudio, “Selling My Soul” y “Psycho Man”. Este álbum contó con Bill Ward tras los parches, aunque el grueso de aquella gira tuvo a Mike Bordin, de Faith No More, a la batería. Dichos conciertos fueron estupendos y catalizaron un proyecto de grabación con el productor Rick Rubin, pero a Ozzy le había ido bien en solitario y en 2002 todo se paró por un nuevo disco suyo y sobre todo por el inopinado bum del reality show “The Osbournes” (2002-2005). Iommi fundó entonces el grupo Heaven & Hell con Dio, antes de que las cosas se pusieran feas entre él y Ozzy en 2009, cuando se enzarzaron en una disputa legal por la marca Black Sabbath, cuya resolución quedó en secreto.
Fue en 2013 cuando se obró el milagro de un nuevo álbum con Ozzy, aunque con el sabor agridulce de la ausencia de Bill Ward por diferencias contractuales. Brad Wilk de Rage Against The Machine fue quien lo sustituyó en “13” (Vertigo, 2013), un canto del cisne discográfico con sus más y sus menos, ya que intentaron clonarse a sí mismos. Sonroja el comienzo con “End Of The Beginning” replicando el sonido y la estructura de la canción “Black Sabbath”, pero en líneas generales fue un trabajo notable para lo que cabía esperar.
El problema es que ya estaban todos muy mayores, algunos con enfermedades graves: linfoma en el caso de Iommi. Pero lograron hacer una última gira entre 2015 y 2016 y, más importante aún, recuperaron a Bill Ward para la gran traca final: el concierto de despedida “Back To The Beginning” el 5 de julio de 2025 en el estadio Villa Park de Birmingham, escoltados por la flor y nata de la escena metal.
Nadie sabía que estaban viendo por última vez a Ozzy, que aguantó como pudo sobre el escenario y murió apenas tres semanas después. Pero una sensación rara flotó en el aire esa noche, porque según las crónicas fue una velada brutalmente emotiva, con los venerables maestros respaldados por sus discípulos, los que mostraron el camino hacia Black Sabbath, los que mantuvieron viva su leyenda cuando más lo necesitaron.
El segundo single del segundo disco tiene las mismas hechuras marca de la casa de “Paranoid”, con la voz siguiendo la melodía de la guitarra, y con las pulsaciones de esta haciendo lo propio con el bombo. Pero en este caso, con la densidad del acero. Himno con todas las letras, fue el primer tema que tocó la orquesta de la procesión funeraria de Ozzy.
Parece casi un milagro que a las puertas de la ruptura de la formación original, y devorados por un elefantiásico abuso de drogas duras, consiguieran sacarse de la manga este temazo de energía positiva desbocada que, si estás teniendo un buen día, te lo hace mejor. Un icono absoluto del metal preochentero.
La traviesa tos marihuanera del arranque convierte el primer tema de “Master Of Reality” en la piedra de toque del stoner rock. Quien tose es Tony Iommi, al no poder contenerse después de darle una calada a un “porro gigantesco” que le pasó Ozzy, quien después siempre afirmaría no recordar nada de aquella sesión.
Uno de los riffs más reconocibles de Iommi abre paso al “¡oh yeah!” más molón de todos los que se marcó Ozzy con Black Sabbath. La intro con el solo de bajo de Geezer Butler a tope de wah-wah solo le da más personalidad a esta canción cuyo título no, no es acrónimo de “Nativity In Black” sino una referencia a la perilla con forma de pluma que gastaba Butler.
La faceta baladística de Black Sabbath, mucho más rica de lo que puede parecer a priori, da mucho y muy bueno donde elegir. Escogemos el viaje astral de esta pieza del álbum “Paranoid” por su hondura y su singularidad, ya que es una de sus escasísimas incursiones en profundidad en sonidos de ascendencia psicodélica.
Qué difícil es hacer algo tan fácil como esta joya del “Vol. 4”: un sencillo riff de piano, una atmósfera de sintetizador con cinco notas y una voz cargada de honestidad. La letra, escrita por Geezer Butler, trata sobre el divorcio de Bill Ward. Pero al salir de la garganta de Ozzy uno no sabe si le está hablando a una chica, o a la vida. Escucharla con él muerto da escalofríos.
Bajar tres semitonos fue la clave para dar con el sonido sombrío que Tony Iommi quiso dar a la secuela de “War Pigs” en esta segunda canción protesta contra la guerra (esta vez la guerra fría). Incluida en el que para el periodista estadounidense Lester Bangs fue su mejor disco, “Master Of Reality”, es una de las más versionadas de su repertorio.
Es discutible que sea una de sus mejores diez canciones, pero no incluir su mayor éxito en esta lista solo puede obedecer a esa pulsión esnobista que agacha la cabeza cuando suena en un garito y la parroquia entera se entrega al headbanging. Es, para los fans que se engancharon con ella a Black Sabbath, lo que “She Loves You” de The Beatles fue para Ozzy.
En los primeros segundos parece que van a repetir la fórmula de apertura de “Black Sabbath” con ese arranque de ritmo doom metalero, pero entonces los cuatro de Birmingham desencajan mandíbulas con un medio tiempo de magnetismo caníbal y una letra de crítica social que, a la vista de la evolución del género, hoy sigue siendo una de sus fascinantes anomalías.
La letra está inspirada en la obra del escritor ocultista Dennis Wheatley, y lo tiene todo para ser la semilla quintaesencial del metal pesado de terroristas intenciones: la intro con una tormenta de fondo, los tritonos, los lamentos, la ubicuidad demoníaca, el ritmo reptante que se transforma en cabalgada apocalíptica… ∎

Los anteriores precursores del heavy metal no dieron con el punto sombrío que aportó este disco para terminar de moldear los preceptos del género. Grabado en un día, y por tanto en directo porque no quedaba otra, suena con el punto entrañable de los vestigios amateur, y de hecho tiene esa cosa ramoniana de que cualquier músico principiante puede sacar muchas partes de guitarra, bajo y sobre todo batería. El perfil de sus primerísimos días como The Polka Tulk Blues Band también queda reflejado con la conexión bluesera de la armónica de “The Wizard” y la jam de diez minutacos de “Warning”.

No habían pasado ni cuatro meses del lanzamiento de su debut cuando entraron a grabarlo, pero la carrerilla les sirvió para exprimir de forma solvente los cuatro días de que dispusieron. Cuando terminaron el repertorio ya era tremendo, con obuses como “War Pigs”, “Electric Funeral” o “Fairies Wear Boots”, pero el productor Rodger Bain estaba convencido de que al álbum le faltaba un hit pegadizo. En un descanso Tony Iommi sacó el riff de “Paranoid”, y aunque a Ozzy le pareció una composición “demasiado pop”, terminó convirtiéndose en su canción más famosa tras arrasar en las listas como single.

El tercer disco ya no se pudo hacer deprisa y corriendo por dos motivos: ya eran una banda de categoría y no les quedaban viejas composiciones sobre las que trabajar. Se empezó de cero y con calma, empleando algo más de dos semanas en la grabación. Se conformaron, eso sí, con apenas media hora de música. Pero qué media hora: “Sweet Leaf”, “Children Of The Grave”, “After Forever” e “Into The Void” pasaron a formar parte de los clásicos indiscutibles de la banda, que también entregó aquí su primera canción de amor, “Solitude”. “Master Of Reality” marca además un punto de inflexión importante: con él empezaron a ser más grandes en Estados Unidos que en Inglaterra.

Por primera vez en su carrera, Black Sabbath componen y graban fuera de casa. Y eligen la gamberrísima Los Ángeles, donde dieron rienda suelta a una nueva pasión descubierta durante sus largas giras por Estados Unidos: la cocaína. Su enganche quedó reflejado en “Snowblind” y, según afirmó Iommi en una ocasión, no tuvo efectos adversos en la composición, sino todo lo contrario, ya que los envalentonó para arrancar con los ocho minutos prog-rockeros de “Wheels Of Confusion”, inyectar un deje funk en “Supernaut” o volverse locos con el minimalismo experimental de “FX”.

Tras el infructuoso intento de repetir las condiciones del proceso creativo de “Vol. 4” en Los Ángeles, los Sabs vuelven a Inglaterra y eligen una base de operaciones que los reconectaría con la idiosincrasia terrorífica de sus inicios para regocijo de sus primeros fans: el castillo de Clearwell, una edificación neogótica de 1728 que daba escalofríos y en el que, según contaron, una noche se cruzaron con un espectro. El tema titular está entre los temas más queridos por la hinchada, y por primera vez invitan a un colaborador: Rick Wakeman, de Yes, que metió los sintes y pianos de “Sabbra Cadabra”. ∎