Un viejo amigo, Jimmy Rivera, me enseñó una noche la mejor foto de
Buddy Holly tras hacerme oír su mejor disco. Era tan tarde que ya casi amanecía. Mi amigo había vuelto de Los Ángeles con una nostalgia ubicua y una renovada afición por el Tequila Sunrise; pronto supe ver en mí los mismos signos de la enfermedad: todo se volvía pasado, eco superpuesto, espectralidad. Tardé algo más de tiempo en comprender que una plena vida adulta exigía rastrear todo lo que era espectro sin olvidar jamás la verdad incuestionable de aquella foto.
Jimmy bebía el enésimo, y la conjunción de una horizontal rosada por la inminencia del alba y la vertical de una larga palmera apenas movida por el viento lo devolvió, por unos instantes, a una esquina de Laurel y la avenida Longpre. Ahora que tengo su edad de entonces comprendo con qué malestar quiso prorrogarlos como fuera; se levantó a duras penas y me llevó hasta un panel con los rostros desvelados de Hank Williams, nítido como un viento de marfil; Bambi junto a su madre muerta, un borroso Sid Vicious y la foto en cuestión. La arrancó para mostrármela, porque no había luz en ese pasillo.
Me dijo que la había ganado en una apuesta, que no había otra foto igual de Holly, que había sido tomada la noche anterior a su muerte. Jimmy no escribía, pero ya entonces había comenzado a escribirse su propia vida, exenta de acontecimientos narrables. Poco importaba, por otra parte, conjeturar las fechas y la historia, porque pronto no hubo más que las figuras de la foto y la música –“Dearest”, que había puesto con un prodigioso salto de oso arlequín– como el aire abriendo una ventana.
Pero la ventana estaba cerrada, y tras ella la nieve cubría el Village como pronto cubriría un sueño: febrero del 59 en Brevoort Apartments, el nido de recién casados, dijo, de Buddy y María Elena. Quienquiera que hiciese esa foto singular no logró distraer su paz. Buddy toca una guitarra española de madera clara, tan calma entre sus manos como chispeante era en escena su Fender Stratocaster. Tiene la cabeza inclinada y la oreja tendida hacia la caja, como si hablara para sí mismo. Lleva un jersey negro, de cuello alto, y unas gafas sin montura, tan distintas a sus afiladas lentes de guerra. A juzgar por la posición de los dedos marcando el acorde, podríamos imaginar que la melodía que entrecierra los ojos de María Elena como la brisa que en pleno febrero miente una primavera mejicana es “Love Is Strange”.