De todos los festivales que apodera Superstruct, lo que implica una participación indirecta en el entramado financiero de KKR, un conglomerado con, entre otras cosas, vínculos económicos con Israel y negocios en suelo palestino (suelo ocupado, suelo masacrado), Sónar era el que más difícil lo tenía para enfrentar su edición de 2025 con “normalidad”. No solo sus organizadores y promotores, también parte de su público y de sus artistas son personas comprometidas social y políticamente, conscientes de los retos que en estos aspectos el mundo plantea constantemente y con un alto nivel de exigencia y de coherencia moral. Y esto se tradujo en una presión mayor sobre su forma de proceder tras el revuelo causado a raíz del artículo de ‘El Salto’: muchos artistas, incluidos Bill Kouligas, Arca o James K, se bajaron de la cita, mientras se exigía al festival pronunciarse con claridad acerca del genocidio y la apertura de un proceso de devolución de entradas al que finalmente sí se acogió una cantidad significativa de compradores.
Más allá de las contradicciones que todo esto suscita (pues participar del capitalismo, en mayor o menor medida y de forma más o menos directa o indirecta, implica ser parte de un sistema opresor, colonialista y que no tiene problemas para financiar un genocidio si salen las cuentas), y que ha alimentado estas semanas un intenso debate –a veces enriquecedor, claro– en todo el sector cultural, lo cierto es que finalmente una siniestra “normalidad” marcó una edición del festival que se desarrolló sin sobresaltos y finalmente con éxito de convocatoria (batiendo récords históricos aunque las cifras oficiales sean poco fiables desde la integración de OFFSónar en el cómputo global el año pasado). No hubo caballos de Troya en Sónar 2025, y gracias, porque eso solo hubiera significado que alguien es capaz de usar el dolor de un pueblo para acaparar focos de manera oportunista. Solo muchos pronunciamientos, recuerdos a Palestina y banderas; necesarios, pero también insuficientes. Y una reivindicación de los trabajadores de la cultura en conciertos como el de Tarta Relena, que como Maria Arnal reclamaron de vuelta la propiedad de los espacios culturales, o el de Sarra Wild –de ascendencia magrebí–, que en las pantallas proyectó que boicotear al Sónar significaría boicotear a la clase obrera, a todos los trabajadores y a todos esos artistas pequeños que dependen de la pasta del bolo para apañarse el alquiler.
Ante la tormenta y en una ciudad sitiada por el turismo voraz como Barcelona, el festival al menos ha decidido hacerse fuerte en torno a propuestas nacionales y muy de la casa, con una grandísima sesión de Angel Molina inaugurando la noche del viernes o la confirmación de Nathy Peluso como estrella incontestable adueñándose por completo de su propio discurso, de su propio espacio. También Indira Paganotto mano a mano con el capo de Armada, Armin van Buuren, y Andrés Campos haciendo un warm-up a la altura de los mejores cierres en la main room. Safety Trance reclamando su lugar entre la primera línea de la distopía club global con “Destrucción”, un espectáculo maximalista y exacerbado que recuerda en espíritu al “Overdrive” de Charlotte de Witte y a la altura de Blawan y Verraco, y Maria Arnal o Yerai Cortés ocupando también un espacio primordial en el clímax del SónarHall y arrastrando una gran cantidad de público.
Pero se hubiera agradecido una posición menos neutral por parte del festival, y en todos los aspectos. También en el musical: del mismo modo que en esta edición han tenido espacio muchísimas propuestas afro diaspóricas o queer o DJs y colectivos asiáticos –uno de los enfoques que hacen que Sónar tenga sentido– y se ha abrazado en parte la vuelta a los instrumentos y a los formatos tradicionales de banda que marca muchos proyectos electrónicos, el espectro sonoro se desplazó quizá demasiado hacia una idea poco propositiva y reivindicativa, poco consciente, del hedonismo a través del baile, precisamente en un año en el que ser consciente era muy importante. Ser consciente de dónde se viene, de hacia dónde se va. De por qué. De cómo. Y en Sónar 2025, sobre todo en Sónar de Noche, no quedó nada claro. Los verdaderos triunfadores de esa edición lo son porque en su reflejo del sentir moderno de la música club ha de existir lugar no solo para la pura diversión, que también, sino para la congoja; espectáculos que nos recuerdan que siempre habrá algo ahí fuera contra lo que levantarse, y que se resisten a no ofrecer una visión apocalíptica del fin hedonista de los tiempos, como el de Blawan, el de Safety Trance, el de Angel Molina, el de Gran River y Abul Mogar, el de Helena Hauff o el de Actress y Suzanne Ciani. Diego Rubio
Paradójicamente, la edición más polémica de Sónar –debido a su conexión con el fondo de inversión KKR– ha sido también la más combativa a nivel político. Las banderas palestinas y los alegatos contra el genocidio comenzaron a hacerse patentes desde las primeras horas del primer día. Una jornada que dio comienzo con la performance queer de Nina Emocional, artista madrileña con obvia filiación con Arca, SOPHIE o Björk, que tuvo que lidiar con algún problema técnico mientras organizaba una puesta en escena mezcla de cuento de hadas y sueño de una noche de verano, con banda sonora a base de hyperpop, trip hop y bajos profundos. También de la activa escena madrileña (del colectivo rusia-idk concretamente) llegaba TRISTÁN! & The Jazz Band Air, el proyecto de un jovencísimo artista (de tan solo 19 años) que navega las aguas del bedroom pop y el shoegaze contemporáneo, con ecos –conscientes o no– de Mac DeMarco o los primeros Talking Heads. Acompañado por una banda también joven, se le vio todavía un tanto verde sobre el escenario, aunque el aire cool de canciones como “Take It Easy” permite pensar en bondades futuribles. Algo muy distinto fue “Calle Barcelona”, la propuesta presentada por Chano Domínguez y Bronquio a partir de una iniciativa de la Fundación SGAE y el Taller de Músics, de donde procedían los intérpretes de esta aventura un tanto errática. La idea de maridar flamenco, jazz y electrónica bajo la bandera de un homenaje a Paco de Lucía podía ser atractiva sobre el papel, y más contando con alguien como Bronquio. Pero adoleció de falta de claridad y concepto. La bulería “Almoraima”, los tangos “Solo quiero caminar” (sobre ritmo hip hop), “Zyryab” o la famosa rumba “Entre dos aguas” (interpretada con keytar –mezcla de teclado y guitarra– y tan solo bosquejada) sonaron más a jazz-fusión que a verdadera interacción electrónica. “Monasterio de sal”, con Chano solo al piano, fue el delicado y bello punto de fuga de un proyecto que requiere de maduración.
Después de una jornada inaugural poco excitante, la del viernes estuvo llena de sorpresas y emociones varias. Como la del tailandés yaboihanoi (¡vaya nombre, parece un título de Mecano!), que trabaja con IA –aunque es lo de menos– para trasladar las curiosas e indescifrables afinaciones de su país al terreno de la electrónica. Envuelto en unos visuales magnéticos y entre ecos orientales, el resultado fue sorprendente y lleno de hallazgos sonoros. A Adrian Sherwood no hay que exigirle innovaciones. Solo alma y pasión. Y de eso anda sobrado. El capo de On-U Sound –que salió ataviado con una camiseta con la bandera palestina y con la imagen icónica de “Screamadelica” (1991) de Primal Scream estampada en ella– inició su set con la voz de Horace Andy y siguió con temas de Massive Attack o uno de sus remixes para Panda Bear & Sonic Boom, pero sobre todo con muchas piezas de Lee “Scratch” Perry, que se convirtió en el eje de una sesión un tanto chapucera a nivel técnico, pero extraordinaria a nivel emocional. Por lo que respecta a los británicos Plaid, han dejado atrás en gran medida la IDM de sus inicios en Warp para adentrarse en una mezcla de post-rock y cyberdelia, en la que los visuales, coloristas y lisérgicos, tienen un papel muy importante. La cima de su actuación la constituyó el saltarín “Wondergan”, tema ideal para un videojuego.
Pero, sin duda, los grandes triunfadores de la jornada fueron los artistas nacionales. Raül Refree y Niño de Elche recibieron al público vestidos con monos de trabajo y desde una inquietante penumbra escenografiada por Marta Pazos (Voadora). Se trataba de la presentación de su nuevo disco, “cru+es”, que se publicará en otoño y que se sumerge en la dualidad entre el ruido y el silencio, entre la vida y la muerte. Una odisea espectral y mística que huye del quejío para refugiarse en la melodía y los melismas. Un nuevo cántico espiritual en el que se entrecruzan capas de ambient, órganos de iglesia y subgraves. Algo que podía sonar como Triana en medio de un marasmo de clicks’n’cuts, pero que también albergó un momento íntimo, con ambos sentados al calor de una guitarra imprevisible. Y un final catártico, entre drones, niebla y luces estroboscópicas. El misticismo de nuevo cuño continuaba después con Tarta Relena y esa música que bebe de lo sacro, se empapa del Mediterráneo y adquiere tonos techno-medievales. Marta y Helena, con y sin banda, presentaban su último disco, “És pregunta” (2024), en el que sus voces, de nuevo, se entrelazan en una conmovedora conjunción astral que hace saltar todos los resortes emocionales. Hicieron también un alegato contra la fagocitación de la cultura por parte de fondos sin escrúpulos. Y precisamente, antes de la actuación de Maria Arnal, en la pantalla se pudo leer un pequeño manifiesto en este sentido, con un rechazo frontal al genocidio israelí y con una apuesta por tender lazos de acompañamiento y solidaridad. Maria presentaba “Ama”, su primer álbum en solitario, un viraje definitivo al universo del pop no exento de deseo de trascendencia, como en ese precioso madrigal que abrió el espectáculo y en el que su voz iluminó de prístina claridad toda la sala. Acompañada por cinco integrantes de la compañía de danza La Veronal, ejecutó una propuesta conceptual en la que tienen cabida el reguetón sofisticado, el pop inmaculado, la balada cósmica, el hyperpop o una revisión de la canción de cuna valenciana “Xiqueta meua”, que interpretó junto a Yerai Cortés y La Tania. Impresionante también la puesta en escena, con ese momentazo del haz de láser del que emerge su figura y los brazos de las bailarinas. Al final, la pantalla se iluminó con un “Free Palestina” y Maria subió al escenario una pancarta del público con el lema “Palestina lliure”. Porque la belleza será convulsa o no será.
La euforia es ya hoy una de las señas de identidad de la programación nocturna del Sónar, en consecuencia con el signo acelerado y de recompensas inmediatas de los tiempos. Y su primera noche vino a demostrarlo desde el minuto uno, con Bicep volviendo a desplegar en Barcelona –ya lo hicieron en el pasado MIRA– una versión ciertamente reducida y poco espectacular de su show audiovisual “Chroma” (poco láser y poca pantalla para lo visto por ahí) y con la surcoreana Peggy Gou ocupando la hora climática del SonarClub, pasada ya la madrugada. Y con una propuesta orgánica y con banda como la de Pa Salieu, más afrobeats que hip hop en esta nueva gira, completamente aislada, perdida y deslucida entre tanta energía macrodiscotequera.
En el caso de los norirlandeses, ofrecieron un pequeño déjà vu de su paso reciente por el mismo escenario en el Sónar de 2023, que visto en retrospectiva se entiende como un ensayo para el formato actual, un DJ set más propulsado por la ignición del techno y del speed garage, así que no hubo novedad alguna reseñable más allá de una nueva demostración de que son demoledores y muy disfrutables en directo, y de que su sonido progresivo y sus arpegios sintéticos son el hallazgo más influyente de la música electrónica comercial de los últimos diez años. Pincharon a Tim Reaper, que iba a cerrar la jornada, en versión de Special Request, y el remix de “Opal” de otro invitado a la edición, Four Tet, antes de entregarse a la euforia colectiva de la increíble “CHROMA 002 L.A.V.A” o de su inmortal “Glue”. O sea, que es que lo hacen todo bien, pero cuando están más oníricos y menos tralleros lo hacen mejor.
Peggy Gou, por su parte, también cumplió con el cupo de techno antonomástico que parece exigir siempre el festival con una sesión fría que por momentos se puso deep y por momentos disfrutona, pero que no supo esconder sus profundas carencias entre tanto bombo retumbón. El japonés Daito Manabe, al contrario, sí supo hacer valer su personalidad pese a firmar también ese contrato verbal techno, pero son presentaciones que siempre corren el riesgo de quedarse en territorios genéricos. No se libró ni Four Tet, que muy lejos de ese desenfado que marca sus apariciones –muchas veces descontextualizadas– en eventos estadounidenses optó por una pinchada formal, seria, con sus salidas pop de siempre pero muy fijada por los compartimentos del techno y del tech-house; casi mejor que hubiera venido a reírse de nosotros. Mientras él actuaba en la main room, Max Cooper se veía obligado a cancelar in extremis por problemas técnicos, y Modeselektor convertían la carpa de SonarCar x Boiler Room, con pasarela trasera para el público como gran novedad, en un espacio de reivindicación mientras ensuciaban techno con su repertorio de acid marrullero y sintetizadores alucinados.
La opción diluida, en este caso, ganó la partida: abriendo el escenario SonarPub, Angel Molina desplegaba su particular visión de una distopía break, entregándose como un loco a un sonido ácido y ondulante que llegó a una apoteosis experimental entre noises y ruidos extremos, y entregaba una de las sesiones más inolvidables de esta edición: techno mutante, roto y apocalíptico con alma break para una versión cibernética pero igualmente controlada de las abrasivas sesiones de Djrum. Y el británico de ascendencia turca Hamdi aplastaba el SonarLab x Printworks con una nutritiva ración de dubstep cerebral y calculado, con la euforia justa y muchas dosis de sintetizadores ácidos y subgraves zumbones.
En cualquier caso, el techno también dejó algunos de los grandes momentos de la jornada, y especialmente un cierre atronador en el escenario SonarClub. Primero Richie Hawtin con su versión más desnuda, más humana también, ocultando pequeños cortes de deep house bajo toneladas de bombos atómicos que golpean con marcialidad en 4x4, pero que se desintegran en réplicas infinitas, aturdiendo con serena contundencia. Y después una Helena Hauff a la que faltó coronar ya prácticamente de after como la reina del techno en la actualidad: con una seriedad germánica, una maleta de rarezas electro y minimal y dos platos de vinilo battle style, no hizo ni una sola concesión bailable, solo desató una lluvia ácida de proporciones siderales con la violencia de la que sabe que solo en las cenizas está la contemplación de un futuro mejor. Gloria bendita.
La canadiense Jayda G y el británico Barry Can’t Swim (en formato DJ set) plantearon un cierre alternativo y más popero en el escenario SonarPub en clave garage, la primera cercando como siempre la hi-NRG y el house de la escuela de Chicago y el segundo jugando más al jungle y a los nuevos breaks, mientras que Tim Reaper optó por alejarse ligeramente de esos terrenos más rotos y diluidos que habitualmente mejor controla para acercarse al bassline. Diego Rubio
Quizá debido a los tiempos revueltos que nos ha tocado vivir, parece que la espiritualidad y el misticismo cotizan al alza en el universo musical. Se pudo apreciar el viernes de forma clara en el Sónar de Día y se comprobó de nuevo el sábado con la propuesta inaugural de la jornada, la de Amanda Mur, que presentaba su álbum de debut, “Neu Om” (2025), uno de cuyos referentes es la pionera y visionaria Hildegarda de Bingen. En una longitud de onda similar a la de Verde Prato o Tarta Relena y acompañada por Adrián Fowlkes, la cántabra defendió una música que se podría definir como tecno-antigua, en la que ancestrales melodías se cuelan entre ritmos electrónicos, pianos impresionistas e incluso inflexiones operísticas. Una música que une lo telúrico y lo cósmico y que sirvió de agradecido bálsamo tras los efectos de dos días de actividad intensa. Otra mujer, la catalana Mushkaa, también consiguió efectos balsámicos con su música, pero por distintas razones. La jovencísima hermana de Bad Gyal se mostró como su versión alternativa y mestiza en una actuación en la que alternó el formato banda (formada también por músicos muy jóvenes) con el de club. Derrochando frescura y denotando aún cierta bisoñez, comenzó con “El mambo” y siguió con varios de sus hits (“Xarnega”, “Mimenina”, “No m’estima”, “Barras guarras”, “Diabla” o “Señal de respeto”, en la que contó con Greta como invitada), con los que se enfrenta a géneros tan diversos como la bachata, el reguetón, la bossa nova o el tecnopop, así como a estilos tan ligados históricamente a su tierra como la salsa y la rumba, que reivindicó con gracia. La de Pierre Kwenders fue quizá la mejor sesión DJ de toda esta edición de Sónar. Congoleño afincado en Canadá, convirtió su set en una gran fiesta afrofuturista en la que el latido tribal se entrelazó con los sonidos electrónicos más audaces. Kuduro, afrobeats, batida, gqom, congotronics y afrohouse en una sucesión inagotable, que tuvo como puntos álgidos “With You” de Davido, “We Like” del propio Kwenders, “Free Your Mind” de Boddhi Salva y, sobre todo, el brutal, experimental e hipnótico “Ngoro Ngoro” de su colectivo-sello-party Moonshine en Montreal.
Por su parte, Overmono forma parte de esa tradición de la dance music británica que consiste en dúos formados por hermanos (Orbital, Disclosure), en este caso Tom y Ed Russell. Grime, UK garage, drum’n’bass y UK bass forman parte de una receta enormemente dinámica y efectiva al 100%. El final de la jornada vino marcado por el poderoso y disruptivo cóctel sonoro (illbient, noise, música industrial y reguetón experimental) de Safety Trance –alter ego del venezolano Luis Garbán, alias Cardopusher–, el hardcore techno con incrustaciones de acid y gabba de la francesa Wallis y el house de la vieja escuela, groovy y expansivo, de Alinka, ucraniana de Chicago, tan desconocida a nivel popular como adorada en círculos profesionales. Un broche tranquilo y muy disfrutable. Luis Lles
Ya se ha hablado varias veces en estas páginas de la identidad techno del Sónar de Noche, y no creo ni que sea algo que vaya a cambiar ni que tenga que cambiar, sino que más bien hay que aceptar. Pero el techno es muy amplio, y en un momento en que es evidente la relación de la explotación de la electrónica más comercial con el turismo más voraz ocio-festivo, y más cuando Sónar está poniendo el foco por otro lado en el talento local en contra de una especie de gentrificación sonora, se espera del festival que alumbre las grandes alternativas, que reivindique los lugares y los legados, además de que represente a algunas de las corrientes dominantes de la actualidad, como ha hecho en muchas ediciones y como venía haciendo en los últimos años. No que se convierta en una macrodiscoteca. Y en mucho lo fue en la noche del sábado, envalentonado todo por una programación en la main room llenita de imaginería techno-militar (los “warriors” de Indira Paganotto, las marchas de Vintage Culture), mucho despliegue de energía vacío y bajos y bombos reventones ideales para hooligans.
Emerald abriendo con algo de espacio para sutilezas house pero entrando pronto en dinámicas hi-NRG con techno espídico, y Eric Prydz después un poco replicando las sensaciones de Bicep, un déjà vu en versión reducida de actuaciones pretéritas del sueco que no dejó nada nuevo y que constató nuevamente su funcionalidad y la grandeza de un tema como “Opus”, pero nada más. Andrés Campo con un warm-up interesante que en otro contexto y otro Sónar hubiera estado mejor: es una de las señas de identidad del último Florida 135 y de los cierres de la resurrección de Monegros –el festival que empata con Sónar como el más longevo de España electrónicamente hablando–, un legado a reivindicar, y su estilo muy español, jincho, radikalero, con esos visuales extraños con deep-fakes de políticos desfasando un poco, hubiera funcionado mejor aislado que tan en el contexto del Fabrik gigante en que se convirtió SonarClub, y que por momentos no distó mucho de cualquier macrofiesta para guiris que se celebre en Barcelona. El apoteosis en este sentido lo marcaron Indira Paganotto en b2b con el capo de Armada, Armin van Buuren, una turbina de matraca apocalíptica y techno trance progresivo que olvidó cualquier enfoque melódico aunque, eso sí, cerró con el mitiquísimo “Adagio For Strings” de Tiësto –bastante épico pero no sé si es este tipo de remember lo que el Sònar necesita ahora mismo–, y el brasileño Vintage Culture al cierre, haciendo caja con techno melódico de amplio espectro y bombos diabólicos.
De todos modos, no todo estuvo mal el sábado, aunque parte de la energía se replicara allí y allá. Por ejemplo, Polo & Pan dieron en el SonarPub uno de los mejores y más sorprendentes bolos del festival, desplegando lo mejor de su ambicioso nuevo trabajo –una fantasía kitsch que pasa por la canción francesa, la psicodelia, los ritmos tropicales y latinos, el disco o el electro– completamente en directo y apoyados por unos cálidos visuales y la voz de la cantante Victoria Lafaurie, y culminando con algunos clásicos favoritos de los fans como “Canopée” o “Nanã”; si vas al Bilbao BBK Live, de verdad, no te los pierdas.
Y lo mismo vale para Nathy Peluso, que abría la noche desde SonarClub con la presentación en Barcelona de “GRASA” (2024). Con altas dosis de sensualidad y un despliegue físico imponente, el show arranca con bachatas (“Ateo”) para sumergirse después en la pura salsa (“Erotika”), luego se convierte en un rugido hip hop (“Todo roto”, “Sana sana”, su sesión con Biza…) y al final vuelve, tras un breve paso por la euforia electrónica (“Salvaje”), a los terrenos del pop latino más clásico (“Buenos Aires” y su versión de “Vivir así es morir de amor”). Pero sobre todo, armado con banda de altura y con bailarines que actúan además de bailan, es el aullido hasta ahora más definitivo de una mujer que ha conseguido, exagerando como sabe y jugando bien la carta del humor, hacer el show que ella quiere: dramático, casi telenovelesco, teatral; histriónico, dirán algunos, pero completamente libre.
Además, la argentina Six Sex abarrotó el SonarCar x Boiler Room con su estilo electrónico y sexual demostrando que lo suyo es mucho más que una broma para enfurecer puristas, que “Hot&perfecT” es un clásico contemporáneo –Safety Trance la pinchó de día, de hecho– y que “Bitches Like Me” es el “Can’t Get You Out Of My Head” de la generación Z. Y el brasileño DJ Anderson do Paraíso lo embrujó y lo ralentizó ante un público mucho más modesto con sus beats deconstruidos y chopeados y su colisión inexplicable de breaks, techno, funk siniestro y horror music, reflejo de una escena (el funk mineiro, por el estado de Minas Gerais, con capital y centro musical en Belo Horizonte, “Bellory Hills”, como rezaban los modestos visuales) de la que es precursor y al mismo tiempo avanzadilla. Lo hizo justo después de que nusar3000 se subiera al diminuto escenario con una banda con percusionista, programador y guitarra, recorriendo una línea muy fina entre la energía del club y la música orgánica de influencias norteafricanas e invitando a Mushkaa a cantar “Mushkar3000”.
Por otro lado, y de entre toda la maraña techno que propone el festival, un triunfador y una relativa decepción. La victoria, para Dixon, que supo adaptarse a la posición y el horario en el SonarLab x Printworks con un set ascendente y bailable que al mismo tiempo era machacón y percusivo, sabiendo siempre tirar del deep house y del minimal house sin perder la muscularidad. Y la decepción, ya digo relativa, para el b2b entre Skrillex y Blawan en un SonarPub lleno como pocas veces –y con mejor sonido que en años anteriores, por cierto–, ya que hasta la media hora final no dieron la sensación de saber exprimir al máximo el talento cruzado de ambos: en la primera mitad reinó un techno sólido y contundente que nada tuvo que ver con el que ofreció Blawan en solitario, roto e injertado violentamente, puro body horror, en un renovado corpus break, y al final lo cierto es que nos faltó un poco del maximalismo de Skrillex, más cuando viene de lanzar un gran disco y que en él hay temas que deberían haber sido inapelables como “Voltage” –un delito que no sonara en dos horas de sesión–.
El premio al cierre bizarro se lo damos, para sorpresa de nadie, a Actress. Lo que en principio iba a ser un b2b con Skee Mask, al final terminó siendo una pinchada deconstruida, abstracta y extraña en el SonarLab x Printworks que en momentos, why not, recurrió a un silencio imposible mientras tronaban bombos despiadados en las inmediaciones, y que en otros, antes de diluirse en speed garage, en dubstep o en un garage futurista y fragmentado, soltó la voz desnuda de Madonna sobre un metálico y crispante ritmo cercano al freestyle. Una extrañeza que quizá es signo de esos tiempos raros que Sónar atraviesa, y de los que todavía está por ver hacia dónde terminarán llevándonos. Diego Rubio