sí que la deriva mística de Rosalía era una manera de rezarle aún más al dios dinero. Bien, nada que objetar. Si por lo menos lo expresara a las claras, sin enmascararlo bajo un velo de novicia, si al menos repitiera lo que dicen que dijo Nacho Cano, “este disco ha venido a llenar un hueco en el pop español: mis bolsillos”, nos parecería hasta punki y juguetón lo de ir de monja con halo rubio, así como envuelta siempre en una nube de incienso.
Pero lo de la venta de entradas para su gira española no tiene perdón de Dios.
El culto al dinero es un subgénero plagado de grandes canciones. Kendrick Lamar canta que la mejor sombra la dan los árboles hechos de billetes, y Wu-Tang Clan, que todo gira alrededor del maldito parné. Kanye West se volvió loco por la pasta, pero desembuchó que peor sería no tenerla. Lil Wayne lleva los ahorros en la boca como Manuel Agujetas, y cuando Cardi B entra en una habitación no hace ni frío ni calor: hace dinero. La propia Rosalía cantaba en 2019 que ella nació para ser millonaria y que Dios nos libre del dinero... teniéndolo.
Pero esto de restringir y “privatizar” a través de un gran banco la preventa de sus conciertos, esto no hay confesor que lo absuelva.
Ahora la de Sant Esteve Sesrovires cubre de espiritualidades su nueva reencarnación sonora y se imagina a un Cristo que llora diamantes, o a un Dios que es un stalker omnipresente y mirón. Y a sí misma se ve como “la favorita de Dios”. Hasta ahí, todo muy bien. Aleluya por las canciones, por el ascetismo orquestal, por la profundidad conceptual y, sobre todo, por esa vocación experimental atravesada de flamenco que ha puesto a escuchar vanguardismos a quienes nunca escuchan nada. “LUX” es un disco gigante, sobresaliente y audaz.
Pero ¿permitir que los bots pisoteen a los fans? Pecado mortal.
Rosalía dice que está demasiado ocupada amándote a ti, Undibel, y con todo esto del arrebato cenobítico no le ha dado tiempo a idear una gira coherente con su nuevo mensaje de trascendencia espiritual. Ha hecho justo lo contrario: ponerse en manos de quienes están depredando los resortes artísticos de la industria musical en pos del puritito negocio. Pongámonos serios y stalkeemos el evangelio en busca del mensaje clave. Mateo, 19:24: “Y otra vez os digo que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios”.
Pero si el rico tiene la tarjeta Mastercard de Santander, Rosalía y Ticketmaster le abren las puertas del cielo.
El error es enorme. Todo era una luna de miel hasta la desastrosa venta de las entradas. La potencia extática y boyante del álbum y todo el alud de marketing catolicastro iban cogiendo cuerpo y alma como de experiencia religiosa. No faltaba ni un guiño, ni un codacito al fan. Los conciertos, en Semana Santa. Tampoco faltó la castidad, ante la ya manida pregunta sexual de Broncano. Por no faltar, no faltaron ni las yemas de Santa Teresa en homenaje a la catalana, que es la artista musical española más relevante desde... ¿Camarón?
Pero para acceder a la “misa” de Rosalía en Madrid y Barcelona había que comprar las indulgencias plenarias de Santander o pelear contra miles de bots.
Le perdonamos que perdiera sus manos en Jerez y el arte en Granada y, sin embargo, se haya olvidado de Andalucía en su gira. Le perdonamos que cante en ucraniano, árabe o mandarín solo por engordar la cifra de idiomas. Le perdonamos hasta que se hiciera un lío monumental al tirar de falsa humildad sobre su relación con el feminismo. “Toíto te lo perdono”.
Pero ¿el vía crucis de los precios “dinámicos” y las entradas que desaparecen cuando las vas a pagar? Eso no.
Supeditar el arte a las barreras económicas es entrar en una deriva peligrosísima que conecta de manera directa con el discurso ultraliberal que amenaza Europa. Y España. El negocio es el negocio, claro, pero si hay alguien que puede empoderarse para que la música prime sobre el dinero es Rosalía. Y ella ha decidido que no. Que va a controlar todo el proceso a su alrededor... menos en lo que concierne a los fans.
Por su culpa, por su culpa, por su gran culpa.
Quien va a un concierto de Rosalía no es un usuario. No es un cliente, ni siquiera. Es el espectador de una obra de arte. De una ceremonia. Maltratarlo como si fuera una cifra es una perversión humillante. Si me dan a elegir, prefiero hasta un sorteo puro antes que este sistema imposible de venta de entradas. O un porcentaje de venta física, que al menos es una práctica democrática. Sin bots. Sin trampas ni cribas aleatorias. Sin privatizar el acceso. Sin falsear el orden de acceso a la compra. Sin que se te quiten las ganas de ir.
Sin que haya 43.165 personas delante de ti en la cola para entrar en el reino de los cielos... ∎