n día vas de copiloto al hospital a dar a luz y, al siguiente, en ese asiento va por primera vez tu hija preadolescente, que, mientras conduces, te pide que pongas el último de Dua Lipa. A la segunda canción, con las ventanas ligeramente bajadas, el sol cayendo al atardecer, la miras por el rabillo del ojo y ves cómo canturrea tímida y feliz, cómo mueve las manos al ritmo de la música sobre sus muslos, consciente de su alegría y del momento inaugural que está experimentando... o no. Los adultos a veces sí logramos saber cuándo encapsulamos un recuerdo, pero de niños se nos encapsulan solos y el futuro se encarga de elegir cuáles nos devuelve brillantes e inalcanzables, como ese olor de la piscina en verano que nunca regresa ni tan fuerte, ni tan fresco, ni tan duradero como entonces. Al ritmo de “Don’t Start Now”, alguien empieza a devolverme algunas cápsulas: yo, bailando el “Bad” de Michael Jackson en mi habitación; yo, escuchando “So Called Friend”, de Texas, en mi walkman durante un viaje al Delta del Ebro con el colegio.
Muchas de mis cápsulas tienen banda sonora, y en ocasiones dudo de si las creé por lo que estaba viviendo (en el Delta andaba colada por un chico al que le encantó enterarse de que el casete que escuchaba era de Texas) o si lo hacía solo por las canciones. En otro recuerdo, pongo en la radio la cinta recién comprada del “Unpplugged” de Nirvana para la MTV: estoy en un parking en el coche de mi madre, que se ha bajado un momento a recoger unos análisis. En el verano de los primeros besos arremolinados sonaba Def Con Dos. Y, en los largos trayectos para ir al colegio, Antonio Flores.
Si mi vida tuviera banda sonora, la grabaría en una casete, por supuesto, y la titularía “Varios”. Me costó más entender ese concepto que aprender a resolver ecuaciones. Mis primas mayores acumulaban, alrededor de eso que llamábamos minicadena, un montón de cintas bautizadas como “Varios”. En otra cápsula musical, mientras se oye la “Lambada” grabada en uno de esos casetes, les pregunto qué cantante es Varios.
Podría seguir desenfundando recuerdos, como esa noche de verano en la que casi me revienta el pecho de orgullo porque le descubrí Rage Against The Machine a un chico de la pandilla mayor que yo. Ahora pienso que puede que me dedique a esto para poder hacer que siga coleando ese gusanillo que se agita cuando le descubres a alguien una canción o un libro que te gusta especialmente. Pero lo que más me abruma no es haberme dado cuenta de que casi todos mis recuerdos importantes llevan banda sonora, sino la responsabilidad de haberles legado una banda sonora a mis hijos. Mientras canturreaba a Dua Lipa, la mayor no era consciente de la mochila que, sin querer ni poder impedirlo, le estoy cargando a la espalda. En esa mochila viajan cosas buenas, como la música, pero hay otras que, en el futuro, le pesarán porque sus padres no consiguieron evitar meterlas: inseguridades, miedos, prejuicios, costumbres, complejos...
A veces me consuelo pensando que, si en la mochila también les he dejado a Ella Fitzgerald, a los Beach Boys, a los Beatles y a Nina Simone, ya cuenta con poderosas herramientas para aligerar o aguantar todo lo malo que haya podido aportarle. ∎