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Firma invitada / Escalera de incendios

Insubordinación

Mi lucha contra el tiempo nunca se ha manifestado en mi cuerpo, la batalla la he librado en lo cultural. No me he permitido nunca criticar un nuevo género musical por el hecho de ser nuevo, tampoco una innovación tecnológica o lingüística; he incorporado “josear” y “ronear” a mi radar, aunque sean palabras que no utilice, y jamás digo que “la juventud de hoy en día bla, bla, bla”, porque siempre he pensado que eso nos acerca más a la muerte. Pero he alcanzado un límite. Mi lucha ha llegado a su fin. No puedo más. O quizá no quiera más. Todo pasa demasiado deprisa, y yo quiero que algo permanezca.

Unos meses atrás pinché por primera vez en años un vinilo del que no sabía nada. Acostumbrada a escuchas online que se detienen, adelantan y rebobinan fácilmente, de pronto me vi obligada a oír pistas enteras y en el orden en el que el músico había decidido que lo hiciera. Me senté en el sofá, abrí el libreto y empecé a leer las letras, los créditos; luego cerré los ojos, me tumbé, escuché. Detuve el tiempo. Nadie tenía prisa. Había, mientras sonaba el vinilo, cientos de miles de canciones esperándome en mi plataforma de streaming, decenas de temas nuevos pidiéndome atención: que los enlace en Twitter, que los incorpore a los stories… Que los use, que les saquemos partido, que renten. Y yo ya no quiero que las cosas renten; quiero ser vieja y rendirme, quiero aquello que no se enlace, que no se mande por WhatsApp. Quiero lo que no se puede aplazar ni detener.

Me he insubordinado contra los que creía mis principios y me he dado cuenta de que lo mejor es no tenerlos, aprender a no saber, como dice Marina Garcés, desaparecer para volver a ser. Me cuesta reconocerlo, pero esto es hacerse mayor: frenar y aprender a callar y pedir que los demás también callen un rato, qué manía con hablar sin parar. Hacerse mayor es no comentar el tiempo en el ascensor, sino sostener el silencio después del “buenos días” sin que te tiemblen las tripas, estar por encima de ese silencio, incluso abrazarte a él, rebelarte contra esa categoría de palabras que lo ensucian todo. Es más, creo que hacerse mayor es rebelarse sabiendo por fin contra qué, y, aunque aún yo no veo claros el cien por cien de los enemigos (venga, a pesar de lo dicho, soy joven), he vislumbrado ya alguno y he comenzado a dispararle. La inmediatez es uno, y es un enemigo peleón porque soy periodista: nosotros inventamos esa necesidad –la inventamos, sí– y la cultivamos como palabra de Dios. Somos los apóstoles de la inmediatez como si esta no obedeciera, en realidad, a una necesidad del sistema, como si no fuera otra herramienta del capitalismo devorador. Repetía Gabriel García Márquez –pero lo habría sostenido cualquiera con sentido común– que la mejor noticia no es siempre la que se da primero, sino, muchas veces, la que se da mejor, y así todo en la vida.

He vuelto a comprar vinilos; el último, “American Head” (2020), de The Flaming Lips, no estaba disponible aquí, así que lo encargué a una encantadora tienda de Augusta, en Estados Unidos. Ha tardado un mes en llegar. El chico de la tienda me advirtió de que podría retrasarse dos meses. Lo acepté sin urgencia. Esperaría mis vinilos rosa chicle lo que hiciera falta. El día que recibí el aviso de Correos mi casa fue una fiesta. Al poner el primer disco en el plato, aparecieron fuegos artificiales. Y, cuando la aguja empezó a surcar el vinilo, sentí que la Tierra dejaba de rotar. Cincuenta minutos después se apagó la voz de Wayne Coyne y salí de la burbuja. Hasta el próximo vinilo. ∎

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