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Oriol Llopis: rock’n’roll suicide

El mítico periodista musical Oriol Llopis se suicidó el pasado día 1 en Alicante. Lo que sacudía la prosa llopisiana se hacía llamar instinto; instinto para construir un criterio con el que entre finales de los 70 y primeros 80 del pasado siglo pudieron identificarse aquellos lectores de prensa rock española ávidos de emoción, no de datos.

Adiós a un crítico de rock de época.
Adiós a un crítico de rock de época.
I

ndómito, salvaje, gamberro. Coinciden los titulares de las necrológicas en atribuirle rasgos de enfant terrible. Pero Oriol Llopis (Barcelona, 1955) no era nada de eso. Apacible y reposado en el habla y perezoso de movimientos, educado, con predisposición al humor y la ironía, en realidad daba la sensación de no haber liquidado una mosca en su vida. Más bien parecía frágil, vulnerable, como un niño perdido que no fuera consciente de su extravío, lo cual inspiraba cierta dulzura que le granjeaba de inmediato simpatías y complicidades: pelo ahuecado teñido de negro, rímel en los ojos, botas de piel de serpiente, tres cuartos de cuero y una hipotética arrogancia en la mirada. De cerca y de lejos, lo más semejante a un no tan imposible cruce entre Keith Richards y el periodista británico de culto Nick Kent, una de sus más inmediatas influencias en calidad de, así se autodenominaba, rock critic.

Sin embargo, su estilo tendría mucho más en común con Nik Cohn, pudiéndosele aplicar a Llopis –se suicidó el pasado día 1 en Alicante– lo que aquel decía en “Awopbopaloobop Alopbamboom” (1969): “La precisión no me parecía primordial. Lo que buscaba eran las tripas, el esplendor, la energía, la velocidad. Esas eran las cosas que tanto habían significado para mí en la música”. No se trataba de erudición, ni de profundidad analítica. Lo que sacudía la prosa llopisiana se hacía llamar instinto; instinto para construir un criterio con el que entre finales de los 70 y primeros 80 del pasado siglo pudieron identificarse aquellos lectores de prensa rock española ávidos de emoción, no de datos. Y lo que transmitía Llopis era un cálido vértigo, expresándolo con inmediatez, como aquel que se está dirigiendo a un camarada confiándole un secreto.

Su rito iniciático en la escritura transcurría en la revista contracultural ‘Star’, pasándose luego al staff de ‘Vibraciones’. En ambos medios disfrutaría de una exposición que daba a conocer su firma entre los aficionados. Una mujer interrumpía esa “carrera”, llevándoselo a Paraguay por un tiempo. Concluido el romance, del que se desprendía una hija, Llopis regresaba a España a principios de los 80, y no tardaba en acomodarse en ‘Rock Espezial’, la depositaria de ‘Vibraciones’. Su capitoste, el también recientemente fallecido Damián García Puig, lo colmaría de atenciones y privilegios, que arrojaba por la borda, víctima de una adicción, la de la heroína, se diría hecha a la medida de alguien como él. Para cuando ese reverso oscuro emerge, Oriol Llopis ya se había confundido con su personaje, anudando una homonimia tan perjudicial como la droga.

A raíz de un romance con Paloma Chamorro, se instalaba en Madrid, reciclado en guionista de ‘La Edad de Oro’. Después desaparecía. La década de los 90 la pasaba en el anonimato, desvinculado de la escritura y la música –conexión esta última que no recuperaría nunca–, trabajando como recadero motorizado de la automovilística BMW, viviendo con su madre y ejerciendo a su vez de padre. Ya en el nuevo siglo volvía a practicar la crítica durante un breve período, rescatado por la revista ‘Ruta 66’, que culminaba con la publicación de la autobiografía “La magnitud del desastre” (66 rpm, 2012). El amor por una dama volvía a llevárselo de Barcelona, en esta ocasión para instalarse en Sevilla. Allí, rodeado de un pequeño séquito de admiradores, codeándose con Dogo Mercenario y otros elementos locales, se construía una nueva imagen –sombrero vaquero, gafas de espejo y patillas, lo cual le confería cierto aire a Lemmy Kilmister– y un nuevo personaje: ex-rock critic mítico que rentabilizaba su memoria. Las ventas de ese primer libro no resultarían las esperadas y, a pesar de un fugaz revival, aquel sería su último trabajo hecho público. Una antología de artículos autoeditada (“Escritos poco fiables”, 2015) ponía fin poco después a una producción irregular, dispersa y en muchos aspectos discutible, pero que sin duda marcó época y fue marcada por su época. ∎

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