penas se ha prestado atención al flamenco como lo que es, un arte de montaje. Los análisis e intentos de prestigiar el género teniendo como modelos la música académica y las literaturas hegemónicas nos han hecho olvidar el continuo reensamblaje que en el flamenco se produce, desde su origen, con músicas, melodías, ritmos y letras de todo tipo. El empeño genealógico, casi darwiniano, por el origen, las fantasías biológicas de los llamados árboles del cante, en las que unos estilos o palos –lo del árbol es importante para afianzar esta denominación jergal– proceden de otros como bifurcaciones de una misma rama, en fin, la traza evolucionista –como el anfibio que sale del agua y echa sus patitas para adaptarse a la tierra, así se describen las evoluciones de fandangos, soleares y seguiriyas, como una especie de adaptación al medio– que pretende legitimar el género en pos de antigüedad, orígenes míticos y prestigios raciales no ha hecho olvidar su cualidad de collar, collar en el sentido de collage, en el que unas cuentas o perlas o brillantes de distinto signo se han ido ensamblando en un mismo hilo de manera anacronista, horizontal, ahistórica. Como bien ha demostrado Nikos Ordoulidis para el rebético griego, turco, oriental, el flamenco se extiende en un espacio más que en un tiempo, tiene una dimensión siempre contemporánea, siempre actual que solo utiliza el pasado melancólicamente como pérdida, como lugar de raigambre historicista con el que pedir ser perdonado en el presente, pedir la venia para poder existir, sobrevivir ante los géneros hegemónicos de cada tiempo, sean estos la ópera, la tonadilla escénica, el cuplé, el pop, el rock o ahora la llamada música urbana –que vaya obviedad conlleva la palabrita–.
Pocas veces se aprecia cómo están construidas las coplas flamencas. Cada grupo de versos tiene un sentido y en muchos casos una métrica diferente. Aunque en la distribución de los acentos y melodías el artista persigue una unidad, una forma de dar sentido, en realidad está jugando y engarzando formas y melodías muy diferentes. Aunque esto sucede en muchos otros tipos de jazz –la palabra originalmente designaba músicas que iban más allá de las americanas afrodescendientes, es decir no solo el blues o la samba, también el tango uruguayo y argentino o el rebético griego y turco–, en ninguno se hace de una forma tan extrema como en el flamenco. El cancionero general de La Niña de los Peines es ejemplo de esto. Músicas, tonadas y melodías procedentes de aquí y de alla, canciones populares, letras de diversos autores conocidos o desconocidos, restos de un viejo romance o de una popular tonadilla escénica aparecen magníficamente engarzados unos con otros y mediante el compás y el ritmo parecen por un momento tener un sentido, una orientación. Un efecto poético tan radical prácticamente solo ocurre en la poesía de vanguardia. A mí siempre me ha gustado fijarme, especialmente, en unos tangos, obviamente de origen americano muy inmediato. Cuando la Niña de los Peines empieza a cantar estos tangos –recordemos que el apodo de Pastora Pavón procede precisamente de unos tangos, “Péinate tú con mis peines, que mis peines son de azúcar, quien con mis peines se peina, hasta los dedos se chupa…”–, el género lleva implantado no más de veinte años. Su despegue, tras la independencia de Cuba en 1898, no deja de ser sintomático del éxito de este palo, sigamos llamándolos así. Que Antonio Mairena en algún momento quisiera haber dejado los tangos fuera de su particular taxonomía de los cantes gitano-andaluces da buena cuenta del delirio musicológico y la maravilla taxonómica antihegemónica que el genial artista, lumpen-intelectual más cabal que ningún otro, estaba creando.
“De mare, de mare / de color de cera mare / tengo yo mis propias carnes / que me ha puesto tu querer / que no me conoce nadie / que me ha puesto tu querer / que no me conoce nadie”. Así arrancan estos tangos grabados en 1943 con Melchor de Marchena, en su última producción discográfica oficial durante el primer franquismo, lo que, veremos, tendrá su importancia. El caso es que hay aquí toda una declaración de principios: sus propias carnes se han puesto pálidas, blancas, del color de la cera, cuando se acuerda de un amor, presente o pasado, no sabemos, que, en boca de una gitana, insufla racialización al discurso de cualquier manera. Una gitana que se pone blanca, seguramente por querer a un gachó, a un payo –recordemos algunos de sus amores reales, como Niño de Escacena o Pepe Pinto–. Es importante este apunte de racialización, por otro lado tan frecuente en el género y que, como afirma Meira Goldberg –aunque a veces se olvida en una lectura apresurada de su magnífico trabajo “Sonidos Negros. Sobre la negritud del flamenco” (2018; Libargo, 2022)–, es más importante como adjetivo que las sustancialidad de ser negro, moro o gitano.
De pronto, un giro primero sin aparente conexión con la letra que antecede. “Pasa un encajero, mare / yo me voy con él / que tiene mucho salero”. El hecho de que la locución esté dirigida a la “mare” le da cierto sentido, pero no hay narración propiamente dicha como pasa en las letras de copla o en los romances antiguos. Introduce, eso sí, la idea del “encajero”, que, aparte de las connotaciones sexuales que insinúa entre esta letra y la siguiente, adelanta un sentido textil que será importante para la culminación de estos tangos, medio bulerías por momentos, que muchas veces se describen como tangos ligeros. “Y al pasar por tu casita un día / y al pasar por donde tú vivías / me acordaba yo de aquellos ratitos / que yo contigo tenía”. Prosiguen las insinuaciones amorosas y sexuales de la letra en la que la mujer que canta muestra, por otro lado, una iniciativa y libertad que era inédita en esos años de moral nacional católica. Pero, bueno, el flamenco siempre se consideró por las élites un género prostibular y con un lugar erótico en su reparto de lo sensible. Por esa línea de fricción entre poderes, hegemónicos y subalternos, va desplazando la Niña de los Peines sus propios amoríos.
“Hice un contrato contigo / la firma la tiré al mar / fueron los peces testigos, ay, de nuestra conformiá / fueron los peces testigos / ay, de nuestra conformiá”. Una maravilla de letra, surrealizante, de otro asunto constante en el flamenco, el de las relaciones y los amores ilícitos, sin contrato, sin firmamento alguno. Esta versión libertaria, libertataria como la llamaba Ocaña, del amor y el sexo emplaza el término de tangos ligeros a otro lugar en el que la palabra “ligero” tiene connotaciones morales. Pero es importante aquí la inclusión política de la palabra “contrato”, y es su puesta en cuestionamiento lo que hace tambalear a la familia como unidad básica y aglutinante del cuerpo social. Obviamente, la Niña de los Peines está hablando de su propia vida –había tenido una hija con Manuel Escacena sin estar casados–, que la había situado al margen de los comportamientos sociales hegemónicos, incluso al margen de las reglas de su propia comunidad gitana. Solo como flamenca podía redimirse, obviamente.
“Triana / ¡qué bonita está Triana! / cuando le ponen al puente / las banderitas gitanas / cuando le ponen al puente / las banderitas gitanas”. ¡Gua!, aquí estallan estos tangos y alcanzan una trascendencia directamente política, especialmente por la polémica que estas palabras abrieron. “¿Qué quieres de mí / si a nadie miro a la cara / cuando me acuerdo de ti / si a nadie a la cara miro / cuando me acuerdo de ti?”. Con este juguetillo termina el tema, volviendo a la lógica amatoria y sexual pero con una relación impresionista, alegórica y en las que ese “mirar a la cara” incide en cuestiones de identidad más allá del apasionamiento romántico amoroso que literalmente transcribe.
Pero ¿que hacen estas banderitas gitanas que adornaban el puente de Triana en medio del discurso afectivo-sexual que va puntuando este collar de tangos? Es Ricardo Molina en “Misterios del arte flamenco. Ensayo de una interpretación antropológica” (1967) quien ofrece la primera pista, los “farolillos” gitanos que adornan el primitivo puente de barcas que describe en Triana Carlos Dembowski en “Dos años en España y Portugal durante la guerra civil 1838-1840” (1931), o sea, durante la primera guerra carlista. Manuel Urbano lo intenta refutar, débilmente, en un artículo de la revista ‘Candil’ en 1981. Urbano trae a colación la polémica sobre si la letra original era “banderitas republicanas” y no “banderitas gitanas”, volviendo a afirmar que lo que hace la Niña de los Peines es despolitizar, en medio de la censura franquista, estos tangos, ya digo, que homenajean al amor libre, libertatario.
Lo cierto es que la expresión “gitanas” en el sentido de adorno colorido aparece en habaneras, jotillas y seguidillas manchegas en ese tiempo, refiriéndose a los abalorios de ferias y colmados. Recordemos, por otro lado, que la bandera de la nación es algo tan reciente en España como el flamenco. La rojigualda no empieza a imponerse en espacios oficiales hasta el siglo XIX, justo después de que nazca la nación española tras la guerra civil que sigue a la invasión napoleónica. Antes podemos hablar de reino, de casas nobiliarias, de ejércitos, de hermandades, de banderizos, pero no propiamente de banderas nacionales. Es señalado el apogeo institucional de esta enseña en Sevilla precisamente, en el llamado puente de Triana, primero en torno a la Velá de Santiago y Santa Ana, después en torno al puente nuevo. Tanto en 1852, en el día de su inauguración, como vemos en el daguerrotipo de Francisco Leygonier, como en las pinturas anónimas que ilustran la visita de Isabel II –el puente lleva su nombre real de reina (sic)– a Sevilla diez años después se muestra el puente de Triana colmado de banderas de naciones, ducados y emblemas variopintos, banderitas de todo tipo saturando el paisaje visual hasta la extenuación. “Triana, qué bonito esta Triana cuando le ponen al puente banderitas gitanas” debe de afianzarse en ese momento, suerte de habanera, tango o tanguillo –no entremos ahora en ese nominalismo–, que representa lo mismo que los “farolillos”: el arrebatador colorido de los trapos más que el significado político de las enseñas. Es curioso que se quiera separar los espacios sensibles que significan la vista y el oído para reivindicar ciertas resistencias subalternas. Y no es solo por la consabida sinestesia, sino que, especialmente en las músicas populares, hay una continuidad entre los sentidos y las imágenes que intercambian lo visual con lo oral saltándose la escritura. En la música gnawa marroquí, por ejemplo, hay una continuidad entre los patrones textiles que tejen las mujeres en la comunidad y las canciones que suelen cantar las hermandades de configuración masculina. Esta continuidad entre un mundo sensible y otro es fundamental para entender el imaginario de lo popular, especialmente cuando este alumbra, rompe y resiste a las lógicas de la cultura de masas en plena hegemonía del capitalismo tardío, que diría el recién desaparecido Fredric Jameson. Resulta sorprendente, por ejemplo, cómo la tesis de Ivan Periáñez Bolaño “Cosmosonoridades: cante-gitano y canción-gyu. Epistemologías del sentir” (2023), marcada hasta la caricatura por las epistemologías del sur de Boaventura de Sousa Santos, puede pasar por alto evidencias como esta. Porque, viendo esas pinturas anónimas sevillanas, ese puente lleno de colgantes nacionales y bastardos, ya digo, en una orgiástica explosión de colores, uno puede entender el origen primero del sentido para que esas “banderitas gitanas” sean, como veremos y a la postre, más políticas que las propias “banderas republicanas”.
Esto queda en la memoria de todos los trianeros con fuerte impronta, de manera que, en los breves años de la república de 1873, la Primera República, se volverá a utilizar el puente de Triana para escenificar el nuevo momento político y se adornará profusamente con banderas. Pero la bandera republicana que Sevilla adoptó entonces no era la oficial, apenas aprobada poco antes del levantamiento de Sagunto que hace desaparecer la propia república, sino la bandera roja de la Comuna de París que, además, se emparentaba con el rojo sangre de la enseña municipal, subrayando así cierto carácter cantonalista o federalista de la opción republicana sevillana. “Triana, qué bonito está Triana cuando le ponen al puente la bandera republicana” nace en ese momento. Mucha literatura, tanto española como francesa, así lo testimonia: “María, la hija de un jornalero” (1843), de Ayguals de Izco; “El idiota o los trabucaires del Pirineo” (1857), de Pedro Mata; o “La fille du bandit” (1875), de Alex de Lamothe. Una literatura donde, paradójicamente, flamencos y carlistas se dan la mano en una extraña alianza antimoderna, castiza podríamos decir, donde se va describiendo una verdadera guerra de banderas precisamente en el momento de proliferación de ese tipo de enseñas. “Banderitas gitanas”, en ese contexto, es también un comentario irónico sobre las banderas hegemónicas que payos, gachós o jambos estaban imponiendo en el espacio público, ocupado cada vez más por lo institucional estatal, por una policía que quería ocuparlo todo.
Así que la polémica sobre los tangos que grabó La Niña de los Peines no ha lugar. No es que Pastora no se atreviera a grabar bajo el franquismo la letra original –lo que parece obvio–, sino que las dos letras se utilizaban ya desde tiempo atrás de forma indistinta. Los tangos con “banderitas gitanas” o “banderas republicanas” eran ya antiguos. Es verdad que esa segunda versión republicana se popularizó muchísimo en el repertorio de muchas cantaoras y cantaores durante la II República y la Guerra Civil de 1936-1939. Con Pastora no se trataba, entonces, de un combate entre la rojigualda y la tricolor. Y mira que ese feminista violeta –más que el morado del pendón castellano comunero original– gustaría a La Niña de los Peines por más anacronista que sea mi comentario. Pero, en fin, lo que nos interesa, de todas maneras, no es tanto el difuso origen genealógico de la letra, sino su funcionamiento político. ¿Qué pasa hoy cuando, desde 1971, existe ya una bandera gitana? ¿Qué pasaría si ahora adornamos el puente de Triana con esas nuevas “banderitas gitanas”? Por cierto, que la rueda eterna del nómada que separa cielo y tierra nada tiene que ver con la rueca de la bandera de la India, mítico origen de los Rrom, que es abstracción de la rueda de lanas con que hilaba Mahatma Gandhi.
Por otro lado, como me recordó Pastora Filigrana: ¿y si la bandera republicana fuera la enseña republicana andaluza, federalista o independentista, la arbonaida –que colgó por primera vez del ayuntamiento de Aracena en 1932–, pero con la estrella roja en el centro? En realidad, la hipótesis apologética que me defendía Isabel Escudero –sus palabras eran más o menos estas: “Las banderitas gitanas, un cielo lleno de trapos de colores de todo tipo, es más político que cualquier enseña nacional por muy progresista que esta sea”– me parece mucho más ajustada al sentido político que siempre ha tenido el flamenco y que reside más en la resistencia de los cuerpos que en las ideologías, sean del tipo que sean. Walter Benjamin decía que el fin del mundo llegaría cuando el cielo, cargado ya de significados significantes, se desplomara sobre nosotros al no poder aguantar el peso semiótico de tanta palabra. ¿Qué podemos objetar en estos tiempos de Google y redes sociales? Así, las únicas banderas que pueden impedir que un cielo poblado de estas se desplome sobre nosotros y nos aplaste son aquellas que mantienen separados significado y significante; o sea, “banderitas gitanas” o, como quería Baruch Spinoza, “las sencillas enseñas de la alegría”. ∎