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Firma invitada / Canciones

Llanto por Ignacio Sánchez Mejías

De “Tardes de soledad”, de Albert Serra, a Enrique Morente cantando “La cogida y la muerte”. Todo un recorrido referencial con invitados de lujo: Lorca, Alberti, Galván… Pedro G. Romero, enciclopédico, se pone elegíaco y emocional y nos muestra mil pistas poéticas sobre la muerte para hacernos un poquito más sabios.

E

stábamos en el Vizcaíno, una bodega de la Sevilla señera, y argumentaba yo a favor de “Tardes de soledad” (2024), la película taurina de Albert Serra ante la afición. Una voz del fondo me desarboló. “Tanto primer plano lo único que demuestra es que Roca Rey no acaba de dar un pase por derecho. Convierte todo el filme en un juego de a ver si no le pilla el toro. Y no es una especie de acrobacia con la muerte. Un escaparse de esta, siempre circense. No se enfrenta a la muerte. Lo que está en juego, efectivamente, no es morir, sino seguir con vida. La muerte tiene continuidades minerales, como dice Lorca en el ‘Llanto’ que dedicó a su amigo, Ignacio Sánchez Mejías. Toda la película es un funeral sin más cadáver que el toro. Hasta la cuadrilla tiene cháchara de funeral. Lo que los toros dicen de la muerte es otra cosa. No trascendencia. No metafísica. No hay más dios que el toro en la plaza. Lo que sí se dice en la corrida es que hay continuidad. Que la muerte no acaba nada. Se acaba una vida pero no su biología. La vida continúa después de la muerte”. Algo así, recuerdo. Me dejó de una planta. Volví a casa, a la biblioteca, y cogí el citado “Llanto”. Ahí estaba esa continuidad. Las mismas palabras, por cierto, de “Poeta en Nueva York” (1940), que vuelven a desmentir diferencia alguna entre lo popular y lo vanguardista en el poeta granadino. Me senté en la butaca y me puse la versión del poema que dejó grabada Enrique Morente. De ahí vienen las letrillas que siguen, seguramente no redondas del todo.

El intento, siempre encomiable, de amarrar el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” (1935) es una labor loable, no me cabe duda. Lo que hacen los filólogos tiene su mérito, no crean. El mundo de la filología anda todavía en estas cuitas. Fijar, ser veraz, atender a su tiempo. Pero no quiero dejar de avisar al lector que aquí no se trata de eso. Con Lorca no se trata de eso. Más bien, diría yo, se trata de lo contrario. La brecha que hay entre las varias versiones de los poemas, las heridas con que Lorca iba reescribiendo una y otra vez sus poemas son, desde luego, algo más que significativo en su poesía. Esos agujeros, comprender esos agujeros es entender a Lorca. Giorgio Agamben dice que los filólogos han enterrado la cesura y esa es la clave misma de la poesía. De la misma manera, Agamben, el mencionado filósofo italiano, exagerando en sus recuerdos, cree encontrarse de nuevo con la cesura, vivita y coleando, en un colmado de Sevilla, donde Pies de Plomo y Enrique Montes, entre otros, andan cantando coplas, flamenco, canturreando en una fiesta. Antonio Molina Flores tiene el testimonio sonoro, es decir, la grabación de aquella sesión memorable. Agamben piensa que es en esos silencios, en esas pausas que anteceden el remate de un cante, en la mutilación de una palabra para que cuadre su métrica, en ese espacio intersticial y perdido de la cesura, donde descansa la arquitectura no solo de la poesía, no solo del cante jondo, la arquitectura de cualquier modo de hablar. De cualquier forma-de-vida. Hay un fuerte vínculo entre los modos de hablar y las formas de vida. De eso mismo va esto que escribo en mi ordenador, en una especie de TextMaker Free que piratea a Word, eso me temo, sí. Flamencos contra filólogos. Muertos vivos, que resucitan y asustan a los arqueólogos que están embalsamándolos, asegurando así la pureza de su propia ruina. De eso hablaremos, de dónde se juega de verdad un poema.

Janet Riesenfeld, que era bailaora en Madrid en 1936 –después fue guionista de Luis Buñuel y de Luis Alcoriza, que también fue su marido–, lo recuerda muy bien. Estaban en el Teatro de la Zarzuela y actuaban el Negro Aquilino, La Niña de la Puebla, Angelillo y Pastora Imperio. De pronto, en medio de la representación, cuando una joven bailaora, castañuelas en mano, se disponía a bailar, entró Rafael Alberti. Se paró la función. “Los fascistas sacaron a nuestro querido poeta de la casa en la que estaba y lo fusilaron”. En Granada han asesinado a Federico García Lorca y había escrito un poema urgente, pero no, dice en voz alta Alberti, voy a leer en su honor su propio “Llanto”: “A las cinco de la tarde. / Eran las cinco en punto de la tarde. / Un niño trajo la blanca sábana / a las cinco de la tarde. / Una espuerta de cal ya prevenida / a las cinco de la tarde. / Lo demás era muerte y solo muerte / a las cinco de la tarde”. Habla Riesenfeld del asombro y la tristeza y la rabia del público. Y habla después del silencio emocionado y de la resurrección del poeta, del poema que hechizaba a sus oyentes, de ese estallido final al escuchar las palabras: “Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace / un andaluz tan claro, tan rico de aventura”.

Algo parecido debió de suceder en Nueva York en 1939. La coreógrafa Ruth Page adapta “Guns And Castanets”, su versión brechtiana de la “Carmen” de Bizet, protagonizada por obreras y con una banda de música popular haciendo las versiones de la ópera, un poco al modo en que Serguéi Eisenstein hizo en la Unión Soviética. Page adapta su “Carmen” para homenajear a Lorca. Cuando muere Carmen y el coro hace una versión extremadamente lenta y solemne del “Votre toast, je peux vous le rendre”, el famoso “Toréador”, que, hay que decirlo, mejora notablemente la original, sale un rapsoda y empieza a recitar el “Llanto”. Carmen muere, Ignacio Sánchez Mejías muere, Federico García Lorca muere y empieza a escucharse el “Llanto”: “It was exactly five in the afternoon”. El público se pone de pie, se escuchan gritos de “¡Viva la República española!” y se entona “La Internacional”, ya se imaginarán ustedes por qué. La bailaora Úrsula López recreó el momento magníficamente con el Ballet Flamenco de Andalucía en “El maleficio de la mariposa”, y la miopía institucional que nos caracteriza, una especie de micción del nervio óptico, acabó cesándola.

Cuando en 1946 José Limón baila el “Llanto” o “Lament”, con coreografía de Doris Humphrey y música de Norman Lloyd, ya no hacen falta ni tan siquiera las palabras. Humphrey en inglés y Limón en español entendieron que cada verso del poema es un movimiento del cuerpo. Las variaciones rítmicas de ese “a las cinco de la tarde” son infinitas pero repetitivas, mientras un tambor indígena hace el efecto de los subgraves. Los dos habían visto recitar a Lorca en sus breves días neoyorquinos y sabían que las palabras movían todo el cuerpo. Ver al poeta en acción era un espectáculo. El recitado se encarnaba en el cuerpo. Los brazos eran, por veces, los de Antoñito el Camborio o los de Soledad Montoya. Tanto Limón, como mexicano, como Humphrey, que había estudiado las danzas de las comunidades indígenas o de los shakers, entendían esa mímesis con el flamenco, con los gitanos, con lo extranjero, con lo extraño, como una forma de conexión entre el modo de hablar y el modo de mover el cuerpo, y a eso lo llamaban coreografía. El modelo contrario es el pastiche, del tipo desarrollado en la versión del “Llanto” de Julio Bocca con el recitado filológico de Alfredo Alcón. En el par Limón/Humphrey no se trataba ya del torero en la plaza ni del toro librándose de su holocausto ritual, sino de lo que dicen las palabras. Cada una de las palabras independientemente ya de todo el ritual de la fiesta, de la mímesis con el ritual taurino. Eso es lo que el cuerpo, esos cuerpos, le deben a las palabras de Lorca y a su “Llanto”. Las palabras se meten en el cuerpo, lo poseen, le dan su forma.

Con Israel Galván lo hicimos en “Arena” (2004). Me tocaba a mí, autor de estas líneas, la dramaturgia y la dirección artística. El cuarto toro, “Granaíno”, el que había matado a Ignacio Sánchez Mejías, lo resolvimos proyectando el texto escrito en una pantalla tras la cual un ensemble de percusión –Antonio Moreno y el Grupo de Percusiones de la Joven Orquesta de Andalucía, germen de lo que sería después Proyecto Lorca– interpretaba “Acte préalable” (1978), la impresionante pieza de Francisco Guerrero. Galván articulaba el “Llanto” con una mecedora de hierro –un homenaje a “Sinrazón” (1928), la pieza teatral de Sánchez Mejías, la primera vez que Freud se subía a un texto dramático español: el teatro mismo, como Artaud quería, era el manicomio– y su cuerpo, el de Galván como torero, iba destilando el “Llanto” en cada gesto, mientras el vaivén de la mecedora una y otra vez marcaba el tiempo, el famoso “a las cinco de la tarde”. El toro marcaba el tiempo, lo salvaje como naturaleza era también el reloj como cultura. Por un lado, el cuerpo, por otro, el texto impreso. Y en el medio queríamos imaginar la palabra dicha, recitada, exclamada por el propio Federico García Lorca. En cada silencio, cada vez que Galván se detenía, mientras la mecedora seguía bailando, podía escucharse la palabra-reloj de Lorca. No hay que olvidar que a la vez que el pulso performativo, para Lorca la modernidad de la máquina tenía su antecedente, también, en la cultura popular: títeres de cachiporra, autos sacramentales, deus ex machina.

La única intención de esto que escribo es transmitirles mi emoción al escuchar a Enrique Morente recitando, a capela, “La cogida y la muerte”, la primera parte del “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”. Después, como el propio Morente decía, “ya lo estropeamos un poquillo” y, efectivamente, los coros, los efectos de estudio y el acompañamiento sobran en la versión oficial del tema, edulcorada en muchos aspectos. Morente siempre estuvo en línea. A esa mezcla de filólogos y flamencos que son los flamencólogos los bautizó como “flamencólicos”. Por cólico y por melancolía. La primera vez que hablé con Enrique Morente sobre el “Llanto” fue cuando preparábamos “Arena”, la obra de Israel Galván que he mencionado antes. Allí, Morente hacía los intermedios musicales interpretando, en la propia plaza de toros y a capela, poemas de José Bergamín. Hablamos de la necesidad de dar a la voz una condición forastera. Un poco como Gilles Deleuze y Félix Guattari dicen en “Kafka, por una literatura menor” (1975), la capacidad de tener una voz extranjera y, a la vez, hablar por la comunidad donde eres el extraño. Las dos cosas en el mismo gesto, en el mismo golpe. Hemos dicho ya, verdad, verdad –como reitera socarrona Pastora Filigrana–, que el toro que mató a Ignacio Sánchez Mejías se llamaba “Granaíno”, ¿cierto? Le hablé a Morente de que el mejor libro de flamenco que había leído no era de flamenco, sino “Morte e pianto rituale. Del lamento funebre antico al pianto di Maria” (1958), de Ernesto De Martino. Nunca se retrató mejor el cuerpo del cantaor cantando, las relaciones entre representación y acontecimiento, el teatro sin teatro que una actuación flamenca siempre construye. Allí quedan perfectamente retratados el cuerpo y la voz de la plañidera, los mismos cuerpo y voz que tiene el cantaor flamenco sobre las tablas. Hay teatro sin teatro –ya lo hemos dicho–, no se trata en ningún caso de una actuación, de una representación, es otra cosa.

Le hablé de mi versión favorita del “Llanto”, la que hace en francés Germaine Montero, con el acompañamiento musical de Salvador Bacarisse. Hizo otra versión con la guitarra de Manitas de Plata y Los Baliardos, la dirección del fotógrafo Lucien Clergue y la aportación gráfica de Jean Cocteau, que, en realidad, retrata en su dibujo a El Cordobés. También la grabó en español, pero yo prefiero con mucho la voz en francés, su manejo del tiempo, de los bajos, del ritmo, la distancia, la voz extranjera. Años después, cuando Laura e Isabel García Lorca escucharon el repertorio de canciones populares de Montero me confirmaron que esta cantante francesa de origen español es la que mejor conserva la voz que se escuchaba en su casa, la voz popular que escuchó también, seguramente, Federico García Lorca. Montero, de hecho, escuchó al poeta recitar en vivo, pero no se trata de ese tipo de transmisión, es otra cosa: el entendimiento no de la voz, sino de lo que el cuerpo performa con esa misma voz. Se trata sobre todo de mantener no esa voz, sino la misma relación entre la voz y el cuerpo que ella pudo observar en el Lorca de La Barraca y de los teatros madrileños donde le escuchó.

Hablamos también de Maurice Ohana y su versión del “Llanto”. Lo había escuchado, estudiado incluso. Sus trabajos con Antonio Robledo –Armin Hassen era el nombre alemán real de este músico residente en Zúrich–, tanto la “Fantasía del cante jondo” como el “Alegro Soleá” o, anteriormente, “Obsesión”, que había grabado para el ballet de Susana –ahí sí que Morente es vanguardia: “Omega” (1996) es tan solo, y nada menos, un disco magistral–. En todos esos trabajos de Morente y Robledo latía la obra de Ohana, su versión del “Llanto” sobre todo, una sabia lectura de Falla a través de Kurt Weill, por simplificar mucho ante el oído aficionado de cualquier melómano. Ohana, que había llegado a acompañar a Ramón Montoya en su gran gira europea de los años treinta, fue el primer músico que levantó la voz contra el imperialismo de la guitarra de Paco de Lucía. Las armonías y las melodías, la velocidad y el contrapunto, ya eran cosas conocidas para cualquier músico cultivado. Lo que les interesaba de la guitarra flamenca, a Ohana y a los músicos de su generación, era el mundo rico y complejo que eran capaz de sacar los flamencos con unos toques y unas técnicas tan básicos y austeros como sofisticados y complejos.

Y, finalmente, hablamos también de Margarita Xirgu y de Gabriela Ortega. ¿Dónde había mayor fidelidad? ¿Quién estaba más cerca de la voz que Lorca había construido para el “Llanto”? Ah, mi pasión por Gabriela Ortega me perdía, seguramente, pero es que era en esa gitana donde yo encontraba esa extranjería necesaria, por paradójico que resulte. La Xirgu, exiliada, catalana y argentina a la vez, era demasiado fiel, demasiado filológica para mi gusto. Calcaba el fraseo teatral de Lorca con demasiada legitimidad, por decirlo de alguna manera. Ese es el error principal de la versión que al “Llanto” dedica Tomás Marco, riquísima en muchos sentidos, pero que se equivoca queriendo apoyarse en la filología en un intento de conseguir mayor fidelidad.

¡Ah!, los filólogos. Ese es el problema de fijar un texto, que después viene Lauren Postigo y te destroza la tarea. Y hay muchas versiones buenas, filológicas también: Paco Rabal, el prodigioso Fernando Fernán Gómez, Xisco Bernal, Oscar Naya, Violeta Ferrer, Eduardo Martínez. Me gusta mucho la de Arnoldo Foà, extranjera también. Guy Debord se arrebataba con Germaine Montero, pero gustaba también de la que hizo Francisco Curto, un cantautor exiliado en Francia y poco conocido en nuestro país.

Es importante esa condición extranjera. Rafael Sánchez Ferlosio descarga toda su masa crítica sobre las “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique –que es, sin duda, con otros poemas elegíacos, uno de los antecedentes del “Llanto”– en su justificación histórica, en cómo lo que al oído moderno parece una “vanitas” crítica no es más que la constatación del orden imperante en su mundo. Y Ferlosio no puede entender el poema sin celebrar la muerte del propio Manrique. La muerte del señor del castillo y su ruina son fundamentales. Sin la distancia crítica –“crisis” y “crítica” son también “capítulos”– que nos permite la historia y el tiempo. Contra la Historia, así con mayúscula, historias. Elegía cuando no es elogio, cuando es llanto. Como dice en otra advertencia al tono elegíaco de Rodrigo Caro a quien, supuestamente, Fabio responde: “Rodrigo, la hermosura de las ruinas que me cantas no está en el siempre odioso recuerdo de un imperio, sino en el gozo de ver reflorecido, sobre el cadáver de la bestia misma, el amarillo jaramago”. Se refería al poema “A las ruinas de Itálica”, famosa elegía de Rodrigo Caro. Machado y, sobre todo, Juan de Mairena ya lo habían visto así; solo desde nuestros días, cuando la fortaleza de la historia se desmorona, tienen sentido las palabras de Manrique. Pero es que el “Llanto”, la fuerza del “Llanto”, tiene que ver también con la propia muerte de Lorca. Ya lo veníamos anunciando. Ya lo he subrayado suficientemente con eso de que el toro que mata a Ignacio se llamaba “Granaíno”.

Morente me habló entonces de las playeras. A los cantes por seguiriyas se les llamó en un primer momento “playeras”. Cuando Elías Reclus –hermano del famoso geógrafo Eliseo y también un pionero de las ciencias sociales– visita Cádiz en 1868, escucha cantar por playeras y no duda en compararlas con los cantes de plañideras que había escuchado en Córcega o en Sicilia. Si escuchamos las saetas cuarteleras de Puente Genil o los incensarios de Loja, escuchamos también esa voz antigua de las plañideras. La playera es la seguiriya moderna, pero no solo. La letanía que alarga los tercios, las caídas ascendentes y descendentes de las frases, lo que flamencas y flamencos han hecho con esas voces y esas cadencias musicales.

Morente, podemos decirlo así, se venía preparando desde hacía mucho tiempo para este su testamento sublime. Desde el “Sentado sobre los muertos”, ese romance, medio por peteneras, sobre textos de Miguel Hernández y con la guitarra de Parrilla de Jerez, hasta su celebrada “Elegía por la muerte de Ramón Sijé” con la guitarra de Pepe Habichuela, también sobre el llanto de Miguel Hernández por la muerte de un amigo. Es fallida, sin embargo, su versión de “Un cantaor debe morir” de Leonard Cohen, pero igual existe una maqueta magnífica de la misma, igual, como escuchamos al fondo de la grabación casera, la respiración también existe. Pero es en “La última carta”, sobre la misiva postrera de Cervantes al conde de Lemos despidiéndose del mundo, especialmente en la versión de estudio que guarda Javier Limón –en “Morente sueña la Alhambra” (2005) es más de “estropearlo un poquillo”–, con la armónica de Antonio Serrano, donde la trasmisión aspira a ser sublime, con ese “Caravan” que es más gitano, más Juan Tizol que Duke Ellington. No sé qué decirles más. Oigan a Morente cantar “La cogida y la muerte”, solo, con su voz sola, valga la redundancia. Escucharán el “Llanto”, escucharán a Lorca y escucharán también una elegía sobre su propia muerte. Un anuncio, una premonición. No hay palabras más emocionantes. ∎

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