Cenaron, subieron a la habitación, hicieron el amor y a Franz se le confundían las ideas en el umbral del sueño. Se acordó de la ruidosa música durante la cena y pensó: ‘El ruido tiene una ventaja. No se oyen las palabras’. Se dio cuenta de que desde su infancia no hace otra cosa que hablar, escribir, dar conferencias, inventar frases, buscar expresiones, corregirlas, de modo que al final no hay palabras precisas, su sentido se difumina, pierden su contenido y se convierten en residuos, hierbajos, polvo, arena que vaga por su cerebro, que le duele en la cabeza, que es su insomnio, su enfermedad. Y en ese momento sintió el anhelo, oscuro y poderoso, de una música inmensa, de un ruido absoluto, un bullicio hermoso y alegre que lo abrace, lo inunde y lo ensordezca todo y en el que desaparezca para siempre el dolor, la vanidad y el nihilismo de las palabras. ¡La música, la negación de las frases, la música, la antipalabra! Anhelaba estar durante mucho tiempo abrazado a Sabina, callar, no decir ya nunca más una sola frase y dejar que el placer se funda con el estruendo orgiástico de la música. En medio de aquel feliz ruido imaginario se durmió...”
“La insoportable levedad del ser” (1984)
Este fragmento del escritor checo Milan Kundera me llamó poderosamente la atención cuando leí el libro por primera vez. Y me recordó –maravillosa máquina asociativa el cerebro– uno de los momentos cumbre de una novela que considero inolvidable… me refiero al “Lobo estepario” (1927), de Hermann Hesse, un magnífico autor que ha sido arrinconado –superado dicen algunos modernos imbéciles, Dios los confunda– como si de un juguete roto incapaz de producir nuevas satisfacciones se tratara. Bien, decía que hacia el final del libro, el protagonista decide salir de su hermética soledad y fundirse en el estruendo de un baile de máscaras mientras la orquesta ataca por enésima vez una composición llamada “Yearning”, una pieza simple pero directa, trepidante, arrebatadora. Y esa música le permite, por vez primera, sentirse cerca de sus semejantes, notar el calor que despiden sus cuerpos, comprender que la vieja teoría hedonista que considera “a los demás” como prolongaciones de uno mismo puede ser cierta. Y así, el lobo se zambulle en un mar de brazos, ojos, bocas, oídos, que lo levantan, lo acogen, lo rodean, lo tocan. Y por vez primera rompe su burbuja perceptiva, ese fino pero poderoso velo psíquico que nos hace sentir diferentes, y disuelve su espíritu en un maremágnum caótico pero gloriosamente armónico.
Se me ocurre pensar –y no pretendo hacer apología de algunos de nuestros ayeres– que la música logró actuar como catalizador de situaciones semejantes en el pasado; que la música poseyó un sentido casi mágico y ritual –y aún es así en algunas sociedades primitivas–; que actuó a guisa de trampolín activando los sueños de la gente e imprimiendo en una inmensa mayoría el deseo de hacer las cosas definitivamente bien. El que toda esa gente haya desaparecido y el hecho de que todas las intenciones y propósitos se hayan desvanecido no tiene mayor importancia o, al menos, no es el motivo de estas líneas. Todo esto me lo ha sugerido una conversación mantenida con un compañero, una entelequia acerca de la finalidad última de la música… ¿Qué buscamos en la música…? ¿El olvido de uno mismo?, ¿un refugio autista?, ¿un lenguaje más allá de las palabras?, ¿el soundtrack de un sueño privado?, ¿el código que nos permita hallar nuestra propia identidad y nos iguale o diferencie de los demás?, ¿una mera actitud estética?, ¿la energía adicional necesaria para comulgar cada día con todo esto?, ¿un simple pasatiempo? Hay cientos de respuestas posibles, tantas como individuos, pero en última instancia deberíamos intentar averiguar cuál es la que nos encaja a cada uno. Y en ese intento debes poner toda tu honestidad. La respuesta debe ser cierta y salir del corazón. ∎