En cuanto salió de la cárcel, el comisario Villarejo se caló la gorra, la mascarilla con la bandera de España y un parche a lo John Ford, miró a las cámaras con el ojo entrecerrado y afirmó que se había limitado a servir a su país como agente encubierto. Había pasado más de tres años encerrado y la divulgación de las grabaciones de sus conversaciones lo puso en el ojo del huracán. Lejos quedaban los tiempos en los que compartía manteles con jueces, fiscales y ministros, y en los que su innegable vis cómica se exhibía en películas como “Aquí huele a muerto... ¡pues yo no he sido!” (1990), de los inolvidables Martes y Trece, o en “Papá Piquillo” (1998), del no menos célebre Chiquito de la Calzada. Sic transit gloria mundi.
Las grabaciones en cuestión dejaban más que claro, y lo digo con profunda tristeza, que nuestro país no parece especialmente dotado para el noble arte del espionaje, al menos en los últimos tiempos. Ciertamente, no todos los espías han de gozar del verbo afilado del Harry Palmer que encarnó Michael Caine en “Ipcress” (1965), aquel
cockney con mala leche y buena planta al que la burocracia del MI5 nunca cedería el Aston Martin de James Bond. Sin embargo, resulta un tanto desolador que los diálogos de Villarejo abunden en expresiones en las que dos de cada tres palabras son “tontopolla”, “cojones” y “culo (a tomar por)”, en todas sus acepciones posibles. También es verdad que sus interlocutores, miembros de la élite policial y económica de la capital, no le andan a la zaga en cuanto a desparpajo y campechanía.
Decía el escritor Charles Willeford, creador del inspector de policía Hoke Mosley, que, si te limitas a contar la verdad, te acusarán de recurrir al humor negro, y tenía toda la razón, pues resulta que es cierto que nuestro hombre fue el artífice de algunas sonadas operaciones de “inteligencia” que se han ido conociendo en los últimos meses y por las que, además, cobró respetables sumas (muchas de ellas, de más de seis cifras).
Entre estas, se encuentra la destinada a proteger la reputación del rey Juan Carlos (tarea harto difícil, hay que decir en descargo del comisario) o la denominada “Cataluña”, contra los independentistas de ese lugar. Tras su eficaz gestión, el rey emérito acabó de vacaciones indefinidas en Abu Dabi y el independentismo ganó las últimas elecciones autonómicas por mayoría absoluta, lo que demuestra que, aunque tan investigador sea Sherlock Holmes como Torrente, en todos los oficios hay clases.
Las cosas se entienden un poco mejor si se piensa que, durante un buen período de sus hazañas, el Ministerio del Interior estuvo ocupado por un tipo que le ponía medallas a la Virgen (no entiendo cómo esta no le envió al momento un rayo justiciero) y decía contar con el auxilio de un ángel de la guarda, por nombre Marcelo, que, además, lo ayudaba a encontrar aparcamiento.
Así pues, no es extraño que mi patriotismo ande algo deprimido. Hay que tener en cuenta que, hasta no hace mucho, cuando me daba por pensar en espías, el primero que me venía a la cabeza era George Smiley, bien en la encarnación de Alec Guinness en la miniserie “Calderero, sastre, soldado, espía” (1979), bien en la de Gary Oldman en “El topo” (2011), aunque siempre me pregunto qué hacía aquella meliflua canción de Charles Trenet (“La mer”), entonada por Julio Iglesias con su habitual competencia, en la escena final de tan digna película.
Smiley es un tipo circunspecto dado a leer poesía alemana del siglo XVII en su lengua original y a no elevar en ningún caso el tono de la voz. Un hombre gordo y tímido siempre embutido en trajes demasiado grandes que abrigan en exceso, que hacen que sude copiosamente y deba frotar sus gafas empañadas con el forro de la corbata, transmitiendo una imagen de indefensión que impide a sus rivales advertir los peligros de subestimarle hasta que ya es demasiado tarde. Por si fuera poco, tiene una esposa guapa e infiel –una aristócrata casquivana que vende su frágil virtud al topo que pone en jaque al servicio secreto de Su Majestad– de la que está perdidamente enamorado. Un guerrero de las sombras al servicio de una causa equívoca, tan solo algo mejor que la del bando contrario, embargado por una profunda tristeza, por una sensación de desánimo invencible.
Sin embargo, es quien sabe jugar partidas de ajedrez “a ciegas” con Karla, el jefe del KGB y su eterno rival, ignorando las posiciones del contrario, buscando zonas de oscuridad que delaten los movimientos del enemigo y venciéndole sin euforia ni arrogancia, con una resignada obstinación.
Esa imagen se ha ido para siempre. Ahora, los agentes encubiertos solo me recuerdan a tipos que hablan con soltura de bares de putas, que alardean del compadreo con los poderosos y se saludan llamándose “cabrón” el uno al otro; a las casetes de gasolinera de imitadores de Los Hermanos Calatrava y a la España de Berlanga, pero sin la menor gracia. No sé si podré superarlo. ∎