Es inevitable, cuando empiezas a verte tan valetudinario como el James Bond de Roger Moore, que te plantees cómo diablos puede conservarse tan bien Keith Richards a esa edad provecta, después de haberse metido de todo durante un buen montón de años.
En esos momentos, suelo visualizarlo en un sótano con paredes de cemento y un calefactor, entonando con Tom Waits el sobrecogedor “That Feel” que cerraba “Bone Machine” (1992), disco por el que también andaba Larry Taylor, exbajista de Canned Heat, Ralph Carney a los saxos y Waddy Watchel, guitarrista del propio Richards. Parecía que ya habían tomado litros de alcohol durante la grabación, pero en lugar de irse a Benidorm para acabar de liarla, se arrancaban con ese blues telúrico, sentimental y ciertamente aguardentoso.
Waits adoraba a Richards, con quien venía colaborando desde “Rain Dogs” (1985), hasta el punto de regalarle un poema para su cumpleaños. El poema estaba, sin duda, a la altura del homenajeado:
“Escribió su parte de las canciones de ‘Sticky Fingers’
En un gallinero de Malta.
Una vez ganó el Hope Diamond en un juego de póker
Y esa misma noche lo perdió en un juego de dados.
Posee una llave de tuercas y un gato de neumático de oro macizo”
Es una imagen consoladora. Tanto como las fotos en ‘Elle’ de Iman y Sharon Stone. Aunque no pueda escapar de la amarga reflexión de que quien realmente parece insensible al paso del tiempo es Bruce Springsteen, y ese lo consigue a base de productos tan deprimentes como la quinoa y el brócoli.
Pero la revelación al respecto viene de la mano de
“El Madrileño” (2021), ese disco de C. Tangana que ha supuesto en la música en castellano un seísmo de la intensidad del “19 días y 500 noches” (1999) de Sabina. En la canción “Un veneno”, junto a Niño de Elche, aparece en plena forma ni más ni menos que
José Feliciano, de quien había perdido la pista casi desde los tiempos de “El oro de Mackenna” (1969)
. Ya saben, aquel wéstern en el que el egipcio Omar Sharif hacía, lógicamente, de mejicano, y Feliciano cantaba una magnífica versión en español del “Old Turkey Buzzard”:
“Oh, viejo buitre”. Una película de puro entretenimiento –nada que ver con ese cine finlandés o croata en el que los protagonistas no hacen más que hablar de Nietzsche y de Kierkegaard y de lo desgraciados que son– en la que el buitre estaba magnífico en su papel.
Así, como por un fogonazo en la memoria, me viene el descubrimiento de Feliciano en “Fireworks” (1970), aquel disco con una magnífica pieza instrumental propia,
“Pegao”, y una versión tórrida de
“Suzie Q” en la que profería un orgásmico
“¡ay, mami!” muy de celebrar. También es verdad que contenía una lectura de
“Yesterday” con más almíbar que la de los Beatles, lo que ya es decir, pero su estilo era tan personal que fagocitaba irremisiblemente cualquier canción. De hecho, sigo creyendo que Feliciano fue el autor de “Let It Be” y, pese a ello, no le guardo el menor rencor.
Muy pronto fue el artista latino con mayor proyección internacional y uno de los pioneros en la muy discutible industria de las canciones a dúo que tanto daño han hecho: si se piensa en Freddie Mercury y Montserrat Caballé es fácil entender a qué me refiero. Colaboró con Quincy Jones y con Carlos Santana, y hubo una época en la que, literalmente, te lo encontrabas hasta en la sopa, se atrevía hasta con el
“Light My Fire” de The Doors y salía sorprendentemente airoso del empeño.
En 1981, recaló en Motown para grabar un álbum homónimo de versiones –entre ellas, “I Wanna Be Where You Are” y “Ain’t That Peculiar”–, convirtiéndose en el principal artista de la división latina del sello de Berry Gordy. Ganó diversos Grammy, obtuvo multitud de discos de oro, actuó con frecuencia en Las Vegas y en el London Palladium y, con su
spanglish sin complejos, se convirtió en una estrella global. Aún hoy causa asombro el número de audiciones mensuales que ostenta en Spotify.
Una estrella capaz de lo mejor y de lo peor, varias veces a punto de ser devorado por su fama y de pasar a ser recordado tan solo por el
“Qué será” de Jimmy Fontana y la terrible “¡Feliz Navidad!”, que se dice fue prohibida por el propio Fidel Castro, en una de las pocas decisiones razonables que se le conocen.
Pero, en algún momento, Feliciano recapacitó y volvió al bolero, a la canción romántica mexicana y puertorriqueña donde no tiene rival y consigue que el trío Los Panchos suenen más fríos que Béla Bartók. Hay que escuchar
“La copa rota”, la vieja canción de Benito de Jesús –también versionada por Andrés Calamaro en su etapa con Los Rodríguez– para que no quede más remedio que pedir otro
dry, llorar por los amores perdidos y asombrarse de lo bien que se conserva este hombre.
“Mozo, sírveme la copa rota,
Sírveme, que me destroza
esta fiebre de obsesión.
Mozo, sírvame la copa rota,
Quiero sangrar gota a gota
el veneno de su amor” ∎