ubo una época en la que era fácil escuchar tangos en Barcelona. Eran los años del “Rayuela” de Cortázar, de La Maga, del lado de acá (el París del jazz, de Charlie Parker y el “Kind Of Blue” de Miles Davis), del lado de allá (Buenos Aires y Montevideo) y de esas canciones desafiantes y melancólicas, plagadas de mujeres perversas y malevos con ataques de cuernos, siempre dudando entre el duelo a cuchillo y el lagrimeo en el bulín. Aunque también fue el tiempo de Pedro Camacho, el Escribidor de Vargas Llosa, con su odio fanático a todo lo argentino, tal vez porque su esposa mascullaba tangos medio calata en un cabaret limeño, el Mezanine.
En el Rancho de la calle Aribau, un local regentado con mano de hierro por un tal Luján, los cantaba Fernando Ríos Palacio, un tipo apuesto, siempre vestido de negro y con un leve parecido a Maradona, aunque un metro más alto y menos dipsómano. Bordaba el repertorio clásico: “Sur”, “Malena”, “Mano a mano”, “El conventillo”... sin modernidades a lo Piazzolla. Y, si le pedías “Margot”, la entonaba con sentimiento y te decía con un guiño cómplice: “Ese es un tango para los entendidos en tango…”. Nada mejor, copa en mano cuando estaba claro que ninguna mina iba a hacerte el menor caso, que mascullar, como el barón Roman von Ungern-Sternberg del “Corto Maltés en Siberia” ante la gramola de su tren blindado,
Los tangos eran tan de aquí que Guillermina Motta y Enric Barbat les dedicaron un disco magnífico (“Tango”, 1972) en el que traducían, del lunfardo al xava de la Barceloneta y el Paralelo, “Chorra” de Discépolo (“Lladre”) con envidiable competencia.
En realidad, Barbat y la Motta llegaban a sonar tan arrabaleros como el propio “ruiseñor de Toulouse”, aunque sin alcanzar la apoteosis canalla de Edmundo Rivero. Ese Edmundo Rivero que jamás cantó un mal tango y que fraseaba en lunfardo, ese argot de putas y delincuentes, como si lo hubiera inventado él. Hay que escuchar “Las diez de última” y “La señora del chalet” para captar el latido del hampa del barrio reo y del convento mistongo, aunque tengo que reconocer que apenas se entiende una palabra.
A pesar de ello, llámenlo mala suerte, nunca llegué a conocer en la ciudad –con excepción de quienes los cantaban– a ningún argentino al que le gustaran los tangos. Ni siquiera cuando les mencionaba a Daniel Melingo, ese tipo que los aborda con un ojo puesto en el Polaco Goyeneche y el otro en Tom Waits. Cuando les sacaba el tema, fruncían los labios como si pronunciaran algo muy difícil en francés, y pasaban a hablarme de Bowie o de los Rolling. Lo más que conseguí obtener de alguno fue un desabrido “cosas de mis viejos…”. Todavía dudo de la veracidad de aquel desdén por los ritmos rioplatenses, aunque es verdad que a ellos no les extrañaba lo más mínimo que yo detestara la barretina y los Aromas de Montserrat.
A quien sí le gustaban era a Joan Manuel Serrat, que llegó a frecuentar El Viejo Almacén, esa catedral del tango que fundó el propio Rivero, con el que amistó. Serrat ha sido uno de nuestros más intensos vínculos emocionales con la Argentina, y “La aristocracia del barrio” merece ser tenido por un tango más, y no de los peores. También sedujeron a Mayte Martín, una de las mejores voces de la ciudad, y a Vázquez Montalbán, encandilado para siempre por Adriana Varela. Aunque, ¿quién no iba a estar loco por la Gata Varela, a la que llegó a sucumbir un Cacho Castaña más atorrante que nunca? Ya saben, el de “… por esa puta costumbre, cuántas cosas he perdido”.
Como parece que hayamos perdido (academias de baile de salón aparte) el vínculo con esa música y esa poesía que nos eran tan próximas, y el entusiasmo por el tango se haya desplazado con todos los honores ¡a Finlandia! No tenemos remedio. Debe ser cosa del procés –o la venganza de la historia por el modo en que Julio Iglesias atacó (nunca mejor dicho) con su legendaria sosería aquella “Milonga sentimental” que tan bien le sentaba a Gardel y que nuestro ídolo local se podría haber ahorrado perfectamente–, pero nos hemos quedado sin tango y con cara de gil. ∎