Película

A nuestros amores

Maurice Pialat

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Maurice Pialat (1925-2003) no es ningún eslabón perdido en la historia del cine moderno francés. Pero sí que resulta un caso singular. Era mayor que los máximos oficiantes de la nouvelle vague, ya que Jean-Luc Godard y Claude Chabrol nacieron en 1930, Jacques Rivette en 1928 y François Truffaut en 1932; solo Éric Rohmer, que siempre fue el “anciano” del grupo, lo superaba, ya que el director de “La coleccionista” (1967) nació en 1920. Sin embargo, Pialat es una de las cabezas visibles, junto a cineastas más jóvenes que él como Jean Eustache y Philippe Garrel, de la primera generación pos-nouvelle vague. La razón es más bien vaga. Pese a debutar tras la cámara en formato corto antes que ninguno de ellos con “Isabelle aux Dombes” (1951), su primer largometraje no llegó hasta 1968 con “La infancia desnuda”. Para entonces, en plenas revueltas sociales y estudiantiles de Mayo del 68 y la revolución maoísta en las filas de ‘Cahiers du cinéma’, la revista que había acunado a la nueva ola, el movimiento liderado por Godard y compañía ya pertenecía a las páginas de la historia.

Esa historia está para reconsiderarla. Y ahora tenemos en cartel, en salas o en streaming, la oportunidad de recuperar a dos cineastas fundamentales del cine francés de las últimas décadas que han transitado injustas zonas de sombra. Filmin ha incluido en su catálogo varias películas de Jacques Rozier (1926-2023), director de la estupenda “Adieu Philippine” (1962) y el gran nombre olvidado de la nouvelle vague. Y la distribuidora Atalante lleva a las salas toda la filmografía en formato largo de Pialat. Comienzan con “A nuestros amores” (1983; se repone hoy), filme fundamental para entender el tipo de temas y mecanismos narrativo-emocionales que barajó el director, siempre tendente a situaciones de choque entre sus personajes. La retrospectiva incluye sus diez largometrajes en copias restauradas –“La infancia desnuda”, “Nosotros no envejeceremos juntos” (1972), “La boca abierta” (1974), “Aprueba primero” (1978), “Loulou” (1980), “A nuestros amores”, “Police” (1985), “Bajo el sol de Satán” (1987), “Van Gogh” (1991) y “El chico” (1995)–, una sesión de cortos y el documental “Maurice Pialat, el amor existe” (Anne-Marie Faux y Jean-Pierre Devillers, 2007).

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Un primer detalle relevante. “A nuestros amores” puso en el mapa del cine francés y europeo a una de sus presencias femeninas más sobresalientes en las décadas de los ochenta y noventa, Sandrine Bonnaire. Contaba 16 años cuando se estrenó el filme. E interpreta a una joven de esa misma edad que busca el amor pero solo se siente bien con el sexo. Dos años después llegaría “Sin techo ni ley” (1985), de Agnès Varda, y la intuición sobre Bonnaire se convirtió en realidad. El cine francés de la modernidad se acostumbró a los debuts femeninos fulgurantes (Anna Karina, Jeanne Moreau, Emmanuelle Riva, Anouk Aimée, Bulle Ogier, Stéphane Audran, Bernadette Lafont, Anne Wiazemsky, Françoise Lebrun, Mireille Perrier), y el de Bonnaire fue uno de los más potentes. Además, el propio Pialat interpreta a su padre en la ficción. Hay en la película una secuencia clave que puede verse desde dos puntos de vista. Es de noche, en la casa familiar, un espacio atribulado, con muchas personas, ya que es donde vive la familia pero también el lugar de trabajo: todos se dedican a la peletería. Padre e hija conversan de madrugada. Él le dice que va a abandonarlos. Son un padre y una hija imaginarios. Dos intérpretes frente a frente (Pialat era muy buen actor). Pero son también un director veterano que abre las puertas del cine a una joven y prometedora actriz. La mirada luminosa de Suzanne, el personaje de Bonnaire, aun sabiendo la magnitud de la tragedia que se avecina con el abandono paterno, transmite algo más que el sentimiento amoroso entre la adolescente y su progenitor; es la mirada maravillada de la actriz que empieza ante el cineasta que guía sus primeros pasos. Un momento de esplendor. Nicholas Ray había hecho algo parecido en “Rebelde sin causa” (1955) en cuanto a su relación con James Dean, aunque solo en los ensayos preparatorios antes del rodaje, cuando interpretaba al padre del protagonista para que este cogiera confianza. Bonnaire volvería a trabajar a las órdenes de Pialat en “Police” y “Bajo el sol de Satán”.

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Hacia el principio del filme, Suzanne no permite que su novio Luc le acaricie los pechos. Le basta con besarse, aunque la relación es evidentemente insatisfactoria. Poco después, la joven se acuesta con un turista estadounidense que conoce en una fiesta en el pueblo. Y a lo largo de la película tendrá sexo con cinco o seis hombres más. Busca el amor, pero no lo encuentra y, en el fondo, renuncia a él. Solo es feliz cuando está en la cama con alguien. Lo dice ella misma. No tiene nada que ver con la ninfomanía. Es así y punto. Es también su modo de sobrevivir a los altibajos emocionales que se producen en casa. Su madre la considera una puta, lo mismo que su moralista hermano. El padre desaparece del filme hasta la última secuencia, pero no lo hace de la vida de Suzanne. Se siguen viendo. Quizá sea su única ancla con la realidad. Se suceden las discusiones al límite, las bofetadas y gritos. Las estrategias para salir de casa de noche. Las conversaciones con su mejor amiga. Los afectos y los rechazos. El tono templado del inicio es sacudido poco a poco –las elipsis temporales son muy radicales en el filme, pero tienen la virtud de atemperar la tensión– por la agitación emocional, como siempre en Pialat, alguien que con el título de su segundo filme, “Nosotros no envejeceremos juntos”, definió su postura nihilista ante las relaciones amorosas. Suzanne tampoco envejecerá con nadie. “Me gustaría ser de otra manera. Soy muy lúcida”, comenta en una escena.

Suzanne pasa por la vida y por los hombres. Uno de ellos, ni el primero ni el último, lo encarna Cyril Collard, también asistente de dirección de Pialat. Collard falleció en 1993 a causa del sida después de acabar su película confesional sobre el virus, “Las noches salvajes” (1992). El guion lo firma Pialat con Arlette Langmann, quien también participó en “La infancia desnuda” y “Loulou”, y ha escrito nueve películas de Philippe Garrel. Al principio y al final de “A nuestros amores”, la voz profunda de contratenor de Klaus Nomi invita al recogimiento casi sacro. Pialat escogió una canción de su primer álbum, “The Cold Song”, que es en realidad una adaptación de “What Power Art Thou Who From Below”, uno de los temas de la ópera sobre el rey Arturo que compuso Henry Purcell en 1691. Nomi murió en agosto de 1983, también a causa del sida. La película se estrenó en Francia apenas tres meses después.

“La tristeza durará siempre”. Es una frase de Vincent van Gogh que el padre de Suzanne cita en las convulsas escenas finales, las del absoluto desgarro familiar. No es de extrañar que años después Pialat emprendiera con “Van Gogh” el retrato de un artista con el que siempre se identificó y a quien había tratado en un corto documental de 1965. Su viuda, Sylvie Pialat, ha seguido su legado como productora de Lodge Kerrigan, Alain Giraudie, Joachim Lafosse, Xavier Beauvois, Guillaume Nicloux, Julie Gavras, Lisandro Alonso, Cédric Kahn y Elena López Riera. ∎

Oh, Sandrine.
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