Da igual lo que haga y las veces que le diga a YouTube que “este vídeo no me interesa”, porque el algoritmo sigue poniéndome en el morro, una y otra vez, el mismo tipo de contenido del rollo de “Estas son las cosas que eliminé de mi vida para hacerla más productiva”, “Cinco ejercicios que tienes que hacer cada día para mantener el peso óptimo”, “Aplicaciones del móvil para acabar más trabajo del habitual” o el que podría ser el resumen de todos ellos: “Haz más cosas en menos tiempo”. A estas alturas del cuento, ya no sé si YouTube me enseña lo que (presuntamente) me interesa a mí, lo que (comercialmente) le interesa a él o lo que (al parecer) le interesa a la mayoría de usuarios.
Lo que está claro es que este es el mundo en el que vivimos, un lugar en el que lo de “trabajar dignifica” ya no tiene ningún tipo de valor, porque trabajar ya no es suficiente: ahora hay que trabajar mucho, muchísimo, hasta deslumbrar a los demás con la cantidad de tareas que podemos meter en las 24 horas de cada día. Porque, al final, todo es trabajo: el amor a uno mismo (que ahora es mindfulness), los afectos, los romances, la vida sexual, la marca personal, las redes sociales, la salud, el gimnasio, las tareas del hogar, la cultura (leer X libros al mes, ver X películas al año, zamparse X capítulos al día)… y, claro, también el trabajo.
No es de extrañar, entonces, que el pensamiento y el lenguaje de la productividad se hayan filtrado hasta el más minúsculo resquicio de nuestra vida cotidiana. Y eso es precisamente lo que el portugués Afonso Cruz (Figueira da Foz, 1971) denuncia en “Vamos a comprar un poeta” (“Vamos comprar um poeta”, 2016; Libros del Asteroide, 2025; traducción de Rita da Costa) un “librino” (cien páginas, tamaño pequeñito, preciosamente editado en nuestro país) que contiene una distopía en la que las aristas del futuro han sido completamente pulidas por las leyes de la ultraproductividad y la sobreoptimización.
Las personas ya no tienen nombres, sino grupos de letras y números (que, sin embargo, siguen permitiendo arranques de humana pretenciosidad, como el de la compañera de escuela de la protagonista que se hace llamar BB9,2: “Vaya un nombre más pomposo, con esa coma y ese ridículo decimal”). La transmisión de afectos se realiza ponderando su retorno de inversión. Se contabiliza todo, desde los gramos de comida ingerida hasta la cantidad de lágrimas lloradas. Las personas se tienen en cuenta según su valor de mercado… y, precisamente por eso, el mundo se divide entre las personas productivas o lucrativas y los “inutilistas”, el mayor insulto que se puede lanzar contra nadie.
En este contexto, la protagonista de “Vamos a comprar un poeta” anima a su bien posicionada familia a permitirse el capricho de comprar un poeta. Porque, en este mundo del futuro, un poeta es una extravagancia, pero una extravagancia menos engorrosa que, por ejemplo, un artista plástico. Según su línea de pensamiento, la elección está más que justificada: “Numerosos estudios afirman que tener un artista, un bailarín, un actor o incluso un poeta ayuda a combatir el estrés, a bajar el colesterol malo, lo que nos hace ciudadanos y profesionales más productivos, concentrados y eficaces. Nada podría ser más útil que eso”.
Lo que ocurre es que al poeta de marras, de repente, le da por inocular poesía en la vida cotidiana de la familia en forma de pareados soñadores, versos sueltos, metáforas (de las que la protagonista recela: “Perdona, pero un zapato no es un guante enamorado de las manos equivocadas. En el mundo donde vivimos, a eso se le llama una mentira y está muy mal”). Una carga explosiva de imaginación –un verso en una pared ciega que deviene en ventana– en un mundo atado a lo mesurable, a lo físico, a lo tangible. De repente, la poesía hace lo que tiene que hacer: revelar la realidad oculta, poner en duda el status quo, sembrar en el presente ideas de futuros posibles. Los versos del poeta son semillitas que cambian a toda la familia, no solo en su día a día, sino también en su forma de enfrentarse al mundo.
El autor practica el género de forma gozosa, a medio camino entre la ciencia ficción que aplica la fantasía a la cotidianidad para extraer revelaciones profundas (a la manera, para entendernos, del cine de Nacho Vigalondo) y la ciencia ficción que no le tiene miedo a las predicciones profundas y complejas (a lo Cory Doctorow). Una visión de futuro que arroja luz sobre el presente y a la que no le hace ninguna falta sobrexplicar una reflexión que se desprende de forma natural de la propia narración.
Aun así, Afonso Cruz pone el punto final con un epílogo que parte de las míticas palabras de Göring, aquellas en las que afirmaba que “cada vez que oigo la palabra cultura, echo mano de la pistola”, para constatar el imprescindible papel de la cultura en la sociedad: “No se trata de algo malo, sino la señal de que es tan importante que puede llegar a resultar amenazadora, que puede hacer que se eche mano de las armas”.
Una enseñanza que resulta especialmente necesaria en estos tiempos en los que, desde cierto punto cardinal (el que queda a la derecha) del panorama político-económico, se incentiva la incultura precisamente a sabiendas de que un pueblo inculto es un pueblo fácilmente manipulable. Ahora bien, lo que resulta francamente perturbador de “Vamos a comprar un poeta” es la sorprendente idea de que la obsesión por la hiperproductividad es, al fin y al cabo, un nuevo tipo de incultura. Así que cuidadito con esto. ∎