A Agustín Fernández Mallo (A Coruña, 1967) lo dejamos, o creíamos haberlo hecho, orbitando alrededor del vórtice del amor con “El libro de todos los amores” (2022), pero en apenas un pestañeo ya se había sacado de su cuántica y proverbial chistera “La forma de la multitud” (2023), un ensayo sobre la forja de la identidad en la era de los datos multiplicados hasta el infinito. Ahora, visto y no visto, retorna a la novela entendida como banco de pruebas, como laboratorio mágico de corte y confección literaria, con el que probablemente sea su libro más íntimo y personal, este “Madre de corazón atómico” que es, al mismo tiempo, epifanía doméstica, memoria familiar, autobiografía, libro de duelo, enciclopedia de ganado vacuno y novela de aventuras transoceánicas.
Un híbrido delicioso que, en realidad, funciona a modo de emocionante cartografía del planeta Fernández Mallo. Una memoria de memorias construida y ensamblada a partir de la sensacional gesta que su padre, veterinario de profesión, protagonizó en 1967, cuando viajó de Terranova a España con una veintena de vacas seleccionadas y recogidas en el Medio Oeste estadounidense. Treinta años antes, en plena Guerra Civil, el padre del escritor ya había realizado una hazaña similar al cruzar el Valle Gordo acompañado por un cerdo, episodio que lo convirtió en adulto distinguido con apenas 12 años y que, como tantos otros, Fernández Mallo descubrió con asombro en una suerte de memoria paterna escrita antes de que el Alzheimer empezase a desintegrar recuerdos, a hacer trizas la memoria. Un texto que, explica el autor de “Trilogía de la guerra” (2018), no leyó hasta que su padre murió en 2012 y del que picotea ahora para revertir “la visión a cámara rápida del lento borrado de su cerebro”. O, dicho de otro modo, para esmerarse en la reconstrucción a partir del material de derribo.
En los momentos difíciles, escribe el gallego, “todos somos malos actores”, y pocas funciones peores que las de la tramoya de la decrepitud y el deterioro físico y mental. “Desvelarse por un bebé es dejarse la vida por algo que será, por un proyecto de vida futura (...). Desvelarse por una persona que está en su recta final invierte por completo el signo de esa ecuación, para convertirse en algo mucho más amargo: cuidar para una extinción, para un un final. Así de crudo. Y sin embargo hay que hacerlo”, leemos en unas páginas que intercalan visitas al hospital, discos de Pink Floyd (de ahí el título y la cubierta), expediciones a través del despacho de la casa familiar y otros Momentos Estelares de la Humanidad como cuando Fernández Mallo se tropezó con Catherine Zeta-Jones en Deià y, sin saber con quién estaba hablando, le dio su número de teléfono por si las moscas, por si volvía a pasar por el pueblo.
Como Eric Spitznagel en esa odisea vinilómana que fue “En busca de los discos perdidos” (2016; Contra, 2017), es como si el autor de “Nocilla Dream” (2006) se hubiese esforzado en perseguir y apresar todos esos recuerdos que se fueron evaporando de la memoria de su padre (“te das cuenta de cómo lo que hay dentro se va fundiendo en un blanco total, se borra, simplemente un borrado de identidad”, anota) para reescribirlos (y reescribirse también a sí mismo) en un luminoso y sanador Libro de los Vivos, en una exquisita reflexión sobre cómo nace y sobrevive una identidad. “Todo humano comienza y termina sus días en un escenario; nacemos en el de la carne cruda del parto, morimos en el de una tierra con flores y lápida ornamentada”, escribe. Y algunos, si tienen suerte, también comienzan y terminan en un libro. ∎