Era, de hecho es, el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos. La edad de la sabiduría, de la locura y de los oligarcas megalómanos con veleidades artísticas, dinero a espuertas y una absoluta falta de escrúpulos. Era, diría Dickens, la era de la luz y las tinieblas. Es, añade Andrew O’Hagan (Glasgow, 1968) acto seguido, el otoño del descontento y el invierno de la desesperación. Una ciudad con dos almas y un único veredicto posible.
“El Londres que emerge de sus más de 600 páginas se asemeja a un enorme cadáver putrefacto, devorado por la carroña. La gente vive de él, no en él, y parece decidida a vaciarlo hasta los huesos”, escribió alguien a propósito del implacable y feroz retrato de la capital británica que brinda “Caledonian Road” (2024; Libros del Asteroide, 2025; traducción de Rubén Martín Giráldez), novelón de aliento victoriano y reparto tumultuoso, algo así como un diálogo a gritos entre “La hoguera de las vanidades” (Tom Wolfe, 1987) y “Nuestro amigo común” (Charles Dickens, 1865), con el que O’Hagan captura magistralmente el estado de la nación.
“Sabes que los rusos pagaron el Brexit, ¿verdad? Fue su dinero lo que hizo que los conservadores creyeran que Londres era invencible”, resume uno de los personajes. Y ahí está, salpicada de sangre y petróleo, una de las claves de una novela que se mueve con soltura entre los bajos fondos y las altas esferas, entre las urbanizaciones de posguerra y los lujosos salones de la aristocracia de rancio abolengo, siguiendo el curso de la Caledonian Road del título.
La calle, una arteria que conecta el centro de Londres con los barrios del norte y que atraviesa King’s Cross, Islington y Candem entre casas de precio disparatado y deprimentes bloques de viviendas sociales, es la metáfora perfecta para explicar una ciudad de profundos contrastes y marcadas desigualdades. “La movilidad social es una fantasía alimentada por gente rica y culpable”, suelta alguien, con más razón que un santo, mientras no muy lejos una inquilina de renta antigua y su casero libran una lucha casi a muerte por el alma corrupta de una metrópoli rendida al dinero y vendida al mejor postor.
Por ahí se mueve, entre el refinamiento y el pasmo, Campbell Flynn, escritor y académico de aura estelar y familia profundamente disfuncional que acaba de escribir, de forma anónima, “Por qué los hombres lloran en el coche”, un exitoso libro de autoayuda que desencadenará un vendaval de catastróficas desdichas. La aparición en su vida de Milo, un hacker ético con ánimo de justiciero y conexiones con problemáticas bandas callejeras y raperos de drill, ayudará a precipitar un trompazo de los que hacen época. A su alrededor, un delirante reparto de actores, lores, columnistas, políticos corruptos, profesores universitarios, oligarcas rusos y jóvenes con ganas de demoler acaba componiendo uno de los mejores retratos, si no el mejor, de la Inglaterra pos-Brexit y pospandemia, y una soberbia crónica del Londres del siglo XXI.
“Participamos en los sistemas que oprimen a la gente, nos beneficiamos de ellos y creemos que, participando en marchas festivas y tuiteando consignas a nuestros amigos con ideas afines, de alguna manera nos purificamos. Bienvenidos a la orgía de contrición blanca”, leemos en unas páginas con las que O’Hagan ha intentado “reinventar la novela victoriana a través de la lente de las redes sociales e internet para mostrar las conexiones entre el ‘establishment’, la aristocracia, los medios de comunicación, las grandes empresas y los oligarcas rusos”.
Una ambición desmedida que, sobre el papel, se traduce en una ingeniosa y febril novela de novelas; una tragedia costumbrista atravesada por la risa y el espanto con la que el tres veces finalista al Booker viaja a lo más profundo e insondable de la ambición y el privilegio para enmarcar el aparatoso declive de una nación y la calamidad de alguien “nunca completamente acabado como persona” que, le ocurre a Campbell, se descubre como esmerado impostor. ∎