Lo primero, satisfacción: en un país hasta hace no mucho yermo en libros que cubrieran la escena local, merece celebrar que ahora estos comiencen a alcanzar incluso a figuras relegadas a escalafones secundarios. Y no se entienda este “secundarios” en otro sentido que el de popularidad: Adolfo Rodríguez, la figura que centra este volumen, fue miembro medular de dos de los beautiful losers más radiantes de la música española, el grupo Los Íberos y el cuarteto Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán.
Los errores en Los Íberos cayeron como en cascada: retraso excesivo a la hora de entrar al estudio, un único disco que por mucho que resultara cumbre del chamber pop hispano –“Los Íberos” (Columbia, 1969)– forzó un proceso de extrañamiento en una banda que no se reconoció en él y películas fuera de tiempo que a nadie interesaron: “Uno, dos, tres… al escondite inglés” (Iván Zulueta, 1969) o “Topical Spanish” (Ramón Masats, 1971). La trampa de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán, por el contrario, radicó en la propia impaciencia de sus componentes, que al no encontrar rendimiento inmediato en “Señora azul” (Hispavox, 1974) autoboicotearon la proyección de aquel grupo de “armonías vocales y discordancias personales”, según lo define Concha Moya (Madrid, 1971) en “Adolfo. Por el camino púrpura. De Los Íberos a Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán”. Apuntemos, por completar la cartografía, otras aventuras de Adolfo –su participación en el primer montaje en España de “The Rocky Horror Show” (Richard O’Brien, 1973)– o propuestas que hubieran abierto su carrera hacia horizontes inesperados: ahí queda la de Columbia para convertirlo en réplica local de Neil Diamond, no digamos la de Motown para lanzarlo en solitario en Estados Unidos.
Ningún problema con estos pilares del libro: fluida la lectura, fluido el relato. Pero, sorprendentemente, este despega hacia mayor altura en el punto en que tantos otros intentos similares naufragan, cuando la autora decide desligarse de hemerotecas y testimonios ajenos y confía en el equilibrio de su capacidad narrativa. Es ahí donde radica lo atípico de este volumen, en que sus mejores páginas no se encuentran en los territorios conocidos, sino en esas otras zonas que con tanta frecuencia se escurren entre los dedos de los biógrafos, esas que, por quedar el personaje alejado del foco público, suelen convertirse en cenagal. Pero es precisamente en esa superficie resbaladiza donde el libro termina encontrando su sostén: en la solidísima crónica de infancia y juventud en barriadas y zonas semirrurales, en el tramo de madurez donde Adolfo rehúye la música e intenta abrirse una vida como protésico dental en Suecia, en esos años finales donde no faltan noches en orquestas de hoteles, cruceros y fiestas patronales. En la narración, en fin, de la intrahistoria de un proletariado musical tan ajeno a un subgénero siempre cegado por el resplandor de artistas que parecen avanzar con el timón bien firme en sus manos. Lejos de esquivar estos puntos negros, Moya termina convirtiéndolos en ejes para sustentar un libro que hila con soltura tantas narraciones que parecen ser la misma sin serlo. ∎