A finales del siglo pasado, principios del actual, Lynne Ramsay (Glasgow, 1969) parecía decidida, como su amigo Jonathan Glazer o el primer Marc Evans, a rescatar al cine británico de la timidez estética. “Ratcatcher” (1999) la reveló como cineasta de una visceralidad sofisticada. Más de un cuarto de siglo y varias grandes películas después –“Morvern Callar” (2002), “Tenemos que hablar de Kevin” (2011) y “En realidad, nunca estuviste aquí” (2017)–, ella sigue ahí, fiel a sus inquietudes e instintos, siempre sorprendente a la vez que coherente, estudiando las formas de la violencia con un cine formalmente violento.
En este alucinado y, a menudo, alucinante psicodrama parte del libro “Mátate, amor”, de la argentina Ariana Harwicz (aquí publicado en 2012 por Lengua de Trapo y ahora recuperado por Anagrama), para contar una historia esquiva sobre desintegración psicológica y marital. Jennifer Lawrence, que le trajo la novela a Ramsay, encarna a Grace, una mujer que se marcha a vivir con su marido Jackson (Robert Pattinson) a una casa de paredes desconchadas en Montana, aquella en la que un tío del segundo se suicidó de forma grotesca. Todo un cambio respecto a Nueva York, donde él quiso montar un grupo y ella aspiraba a asentarse como escritora.
La cierta ilusión de tener algo propio (y gratis) y el sexo desenfrenado dan paso, sobre todo tras la llegada de un bebé, a la frustración, en particular de una Grace atrapada en el bloqueo creativo, desesperada por el poco interés sexual de su marido (que, eso sí, lleva condones en la guantera del coche que tanto coge por trabajo) y aislada en un lugar sin esperanza. El ennui maternal no es tan importante como la desesperación por no alcanzar la realización personal o la sensación de estar perdiendo la conexión más importante de una vida. Grace y Jackson se quieren pero no se entienden o, sobre todo, él no la entiende a ella, lo que por momentos resulta muy triste y otras veces muy divertido. Lawrence y Pattinson tienen una química dolorosa y explosiva, pero no son el único tándem estelar del filme: Sissy Spacek y Nick Nolte son los padres de él, otra vez pareja después de “Generación perdida. Los primeros beatniks” (John Byrum, 1980) y “Aflicción” (Paul Schrader, 1997).
Desde el principio es fácil ver el interés de Ramsay por seguir buscando lo inesperado en “Die My Love” (2025; se estrena hoy), dar con imágenes inéditas (aunque haya citas visuales bastante directas, como un plano casi calcado del cuadro “Christina’s World” de Andrew Wyeth) y sacar al espectador y al propio cine del adormecimiento. En esta búsqueda, Ramsay se sirve de los colores saturados de la fotografía de Seamus McGarvey, con quien ya colaboró en “Tenemos que hablar de Kevin” y que es hombre de confianza de Joe Wright. Realidad y ensoñación se confunden cada vez más seriamente en un viaje mental que a ratos parece inspirarse en “Repulsión” (Roman Polanski, 1965) y otras en la fantasmagoría motera de “El aparecido” (Mike Marvin, 1986).
Hemos dicho “mental”, pero la película es también, o sobre todo, una reivindicación del cuerpo como herramienta dramática y expresiva. Los personajes raramente se explican a sí mismos, sino que se definen, como ya lo hacía la Morvern Callar de Samantha Morton, por su movimiento, por el sexo, las peleas, el baile o el caminar felino. Últimamente hemos visto a Lawrence actuar con el cuerpo, con todo el cuerpo, tanto en papeles dramáticos –la soldado con lesión cerebral de “Causeway” (Lila Neugebauer, 2022)– y cómicos –la joven contratada por unos padres para salir con su hijo en “Sin malos rollos” (Gene Stupnitsky, 2023)–, pero en este caso su entrega es realmente abrumadora.
En la banda sonora encontramos al David Bowie de “Kooks”, a Elvis Presley –“Love Me Tender”, aunque esa canción siempre será de “Corazón salvaje” (David Lynch, 1990)– o, durante un trayecto en coche casi esperanzador, a los Cocteau Twins de “Pearly-Dewdrops’ Drops”. Es decir, Ramsay vuelve a acertar con la parte sonora tras la emblemática mixtape de “Morvern Callar”, publicada en Warp, o contar con Jonny Greenwood para “En realidad, nunca estuviste aquí”. ∎