Desde que cayera en la redacción del semanario ‘Triunfo’ intentando mitigar la medianía de los textos que al rock dedicaba el periodismo de la época, Diego A. Manrique (Pedrosa de Valdeporres, 1950) ha acumulado en el medio siglo de carrera que lo contempla sonoras escalas en radio, televisión o, siempre su devoción, la prensa escrita. No apuntaremos la posición de referencia para las generaciones que se han sucedido en el empeño por riesgo a caer en el lugar común, pero sí su desafección hacia los textos de larga tirada, porque al margen de los lejanísimos, pionerísimos “Historia del rock’n’roll” (Vibraciones, 1976) y “De qué va el rock macarra” (La Piqueta, 1977), el autor solo contaba en su haber con “Jinetes en la tormenta” (Espasa, 2013), una recopilación de artículos tan bulliciosa que hasta impulsó de manera más o menos directa todo un Premio Nacional de Periodismo Cultural.
Doce años, por lo tanto, lo separan de este “El mejor oficio del mundo”, que, nuevamente, no ofrece material inédito sino que ejerce como antología de los textos que han conformado la sección “La última bala” que cierra trimestralmente la revista-libro ‘Cuadernos Efe Eme’. Revisados, corregidos y actualizados, eso sí, y agrupados aquí en siete bloques temáticos.
Por sus páginas, un poco de todo, que en un libro recopilatorio la variedad es sustancia. De temas y también de géneros: la libertad, ajena a urgencias y audiencias de la prensa diaria, para trazar reflexiones y recuerdos ha sido identidad con rasgo de valor añadido en “La última bala”, y esto permite que sus textos salten cómodamente de la crónica al ensayo deslizándose con frecuencia hacia lo autobiográfico, pues no hay aquí ambición de marcar lindes entre terrenos profesionales y personales. Volumen, por lo tanto, no solo fragmentario sino también heterogéneo, pero, y ahí radica una de sus bases más firmes, sin acusar deriva hacia la dispersión, pues a fuerza de disponer piezas y abrir ramificaciones el conjunto termina asentando un espíritu no exhaustivo pero sí unitario que recorre las vías más habituales de su autor, sean estas el mainstream anglosajón más firme, la música local en la que es figura de referencia o ese deslumbramiento que siempre ha destilado en sus viajes a países de órbitas latinas.
Por lo que prepárense para el desfile, porque por aquí transitan, en persona o en espíritu, Lou Reed, Willy DeVille, Serrat, Prince, Eduardo Benavente, Leonard Cohen o Dylan (sí, el famoso álbum en castellano en el que el responsable se vio confusamente implicado). La clave que permite apuntalar un retrato multiforme como este es la posición que ante él adopte su narrador, y ahí el prisma de Manrique es el reconocible: estilo limpio, pluma afilada, tono respetuoso pero no devoto, humor a veces socarrón pero nunca despectivo, rechazo al veneno pero no a la mordacidad cuando esta se antoja necesaria. Una mirada que el autor, en tantas ocasiones protagonista, extiende sobre sí mismo, pues no se busquen aquí engolamiento ni autocanonizaciones: a lo sumo, una cierta resignación que suele derivar en ironía, incluso en borrado propio cuando la historia puede caminar por sí sola.
Extiéndase este planteamiento a Radio 3, Miami, el improbable sindicalismo del sector, La Habana o la televisión, pues ahí está el otro terreno que cubre el conjunto. Porque no es este un libro para periodistas, por mucho que estos encontrarán elementos añadidos de disfrute, pero sí de sumergirse en las tripas de la industria y del desvanecimiento de un oficio que no sabemos si será el mejor del mundo, pero sí que fue eso, un oficio, realidad que el paso del tiempo parece convertir no solo en cada vez más lejana sino también más fugaz, como también lo parece a estas alturas ese intento de crear un tejido cultural firme que ya solo puede contemplarse desde el escepticismo. Y nadie se alarme por el tono mortuorio de esta última frase, responsabilidad no del cronista sino del cronista que recoge al cronista, pues si Manrique alude a ese oficio que enarbola con ánimo artesanal en su mismo título es desde una posición alejada de cualquier melancolía, por mucho que la pérdida de su impregnación popular (no digamos ya, ay, económica) parezca haberlo desvirtuado definitivamente. Porque si algo marca el resultado es un continuo espíritu de celebración, extendiendo a golpe de anecdotario y fluidez narrativa ese carácter jovial que anuncia la colorista ilustración de portada de Mauro Entrialgo. ∎