espués de años en el limbo de la era streaming, siendo compartida por medio del boca en boca y en DVD descatalogados a través de Wallapop, “Doctor en Alaska” (Joshua Bran y John Falsey, 1990-1995) ha vuelto de su destierro. Vuelve con la pegatina de “obra de culto” y los gritos de fervor de toda esta gente que conservaba un vago recuerdo de verla pasada la medianoche en La 2. “Doctor en Alaska” se ha guardado como se guardan los recuerdos no grabados en vídeo: borrando los detalles y aferrándose a la emoción que uno sentía en ese momento. Y no me extraña. Incluso para quien la vea ahora por primera vez será difícil adoptarla desde un punto de vista que no sea el emocional. Escribir sobre por qué es tan buena sin darle play a una escena y señalar a la pantalla con las manos abiertas va a costar lo suyo.
Limitar la importancia de este regreso a su inaccesibilidad en pantallas –de forma legal y blablabla…– en una época en la que el contenido audiovisual está siendo borrado para ahorrar impuestos es simplificar demasiado: el suyo es un regreso a la cultura popular. En 2023, las series se libran del olvido y de la irrelevancia a partir de pantallazos, de clips y de artículos que pronto serán reemplazados por OpenAIs, con títulos como “10 series que no te dejarán dormir por la noche”. Sin haber pasado nunca por las plataformas de distribución online y habiendo sido emitida lejos de la edad dorada del torrent, el doctor Fleischman lo tenía difícil en su pugna contra las series que los equipos de marketing de Netflix y HBO Max han decidido que sean centro de la conversación.
Antes de intentar indagar en ella a través de cinco capítulos, unas notas. Leo una y otra vez la misma pregunta: “¿Habrá sobrevivido al paso del tiempo?”. Pausa. ¡Qué reduccionista! “Doctor en Alaska” se ve diferente desde el futuro: creada en 1990, recuerda a ese punto de la historia televisiva en que el mainstream de las series iba a ser algo más y luego no lo fue. Las crónicas diarias de Cicely tomaban el relevo –endulzado– a “Twin Peaks” (David Lynch, 1990-1991), ahora apto para todos los paladares, para mi madre y para mi abuela, pero manteniéndose inteligente, experimental y tratando a sus espectadores como personas capaces de digerir algo más allá de papilla televisiva. “Doctor en Alaska” era buena en 1990. En 2023 es un eslabón perdido de lo que las series populares pudieron ser y luego no fueron. Su versión remasterizada puede verse íntegramente en Filmin y también en el canal Enfamilia (disponible en Movistar Plus+, Vodafone TV y otros operadores principales).

El recuerdo generalizado que se tiene de “Doctor en Alaska” omite todas sus facetas que no sean el confortshowismo, y le echo la culpa de ello a “Doctor en los Alpes” (Thomas Bretschneider, 2008-), a la “Doctora en Alabama” (Leila Gerstein, 2011-2015) y al “Doctor Mateo” (César Rodríguez Blanco, 2009-2011). Toda la herencia que dejó la serie fue para mal, y todo lo bueno quedó en eslabón perdido. A finales de su cortísima segunda temporada, “¡Nadie ha dicho corten!” enseña sus cartas y declara intenciones. El título del episodio tolstoiano se ata con la trama del capítulo a través de un personaje ruso que pasa por el pueblo, haciendo hervir la Guerra Fría que lleva años manteniendo con el americanísimo exastronauta Maurice. La narrativa se empieza a alejar poco a poco del costumbrismo hasta adentrarse en terreno de lo inverosímil, llegando al punto en que los dos personajes están al borde de batirse en un duelo a muerte. Pistolas cargadas, caminan alejándose uno del otro, paso a paso. El público se pregunta cómo saldrán de esta encrucijada narrativa, a lo que Joel Fleischman responde rompiendo la cuarta pared y alegando que su público está formado por televidentes muy inteligentes y que esto se les está yendo de madre. Los habitantes de Cicely presentes discuten sobre posibles soluciones, hasta que Marilyn propone saltarse la escena e ir directamente a la siguiente, en la que todos están tomando algo en el bar de Holling y el nuevo vecino ruso canta “What’ll I Do” de Sinatra. Las libertades propias de la serie relativamente pequeña que fue durante sus dos primeras temporadas dejarían luego un precedente imposible de abandonar en el resto de los capítulos.

No es secreto que el romance entre el doctor Joel Fleischman y su casera, la aviadora local Maggie O’Connell, es la gasolina de la serie. Para Maggie, feminista y orgullosa de su comunidad, Joel representa todo aquello de lo que quería escapar huyendo a un pueblo pequeño de Alaska. Y Joel, neurótico y parcialmente enamorado de sí mismo, solo puede responder a la animadversión de Maggie con incredulidad y su propia medicina. También pasa que, con sus bagajes de ciudad, son los únicos que a veces se entienden. Cicely se nutre de leyendas indias, y también de leyendas personales. La de Maggie es una maldición –todos sus novios se mueren–, y era cuestión de tiempo que el destino diese un fin abrupto a su actual relación con el piloto Rick en forma de satélite que cae del cielo. Entre funerales y propuestas indecentes por parte de otros vecinos, que prefieren dos semanas buenas con Maggie a una vida en soledad, la maldición se convierte en un running gag de la serie. Joel, tan médico, tan contrario a las creencias pueblerinas, cierra la temporada pidiendo bailar a Maggie: “Si no bailas conmigo le estás diciendo que sí a la caza de brujas y a la Inquisición, estás cerrando la puerta a la edad de la Ilustración. No hago esto por ti, O’Connell, hago esto por la civilización”. El guion de “Doctor en Alaska” caminó para que Nora Ephron pudiera correr.

El capítulo que mejor encapsula la sensación que uno tiene viendo “Doctor en Alaska” tarda tres temporadas en llegar. Chris, el locutor de radio-artista del pueblo, se enfrenta a una crisis de originalidad obsesionado con hacer algo nuevo y se pasa el episodio buscando una vaca para lanzarla en una catapulta y descubrir que los Monty Python ya lo hicieron antes. Chris aprende a la fuerza que hacer algo totalmente nuevo a estas alturas de la historia no es una opción. El público, también: todos sabemos que “Doctor en Alaska” no inventó nada, ya estaba todo ahí. El realismo mágico, las historias de “persona de urbe grande va a pueblo pequeño”, los enemies-to-lovers y las series corales en las que –siendo sinceros– nunca pasa nada. Pero sus referencias –Federico Fellini, David Lynch, T.S. Eliot– son precisas, visibles y acertadas. Un remix que da en el blanco. Chris hace el suyo propio: coge un piano que queda entre las cenizas de la casa quemada de Maggie, recita a Kierkegaard y James Joyce, y añade su reinterpretación de la frase del colectivo británico Monty Phyton “It’s not the thing that flings, but the fling itself”. El piano vuela con Strauss de fondo y un efecto más poético que filosófico invade la pantalla.

Como el resto de sus comienzos de temporada, la cuarta de “Doctor en Alaska” abre con un capítulo que se niega a hacer avanzar la trama. ¿Qué trama? Maggie O’Connell cumple treinta años y, presa de un claro caso de apendicitis, empieza a tener alucinaciones sobre todos sus exnovios muertos. Maggie, que se autorretrata como voz de la razón y mártir a causa de su maldición, descubre que en su sueño febril los novios son agentes activos que, en vez de venir a darle cierre a su veintena, quieren reprocharle cosas que ella hace mal y hacer piña entre ellos contra la villana por sorpresa de la relación. “Twin Peaks” y “Doctor en Alaska” nacieron con tres meses de diferencia, en abril y julio de 1990, y su relación es directa y transparente: ya desde la primera temporada el doctor Fleischman hace guiños sobre ver a una mujer con un tronco en brazos. Si hay un tiempo y un lugar para algo, el noroeste de Norteamérica a principios de los noventa lo era para explorar la ficción a través de lo onírico. En Alaska, Joel tiene sueños en los que discute con Freud; Chris y Bernard se encuentran en una alucinación colectiva con Carl Jung, y Ed es visitado por personajes de “Amarcord” (Federico Fellini, 1973). Una y otra vez el recurso de la alucinación y de los sueños como muestra física de la psique de los personajes, eliminando las barreras de los límites narrativos.

Si un capítulo de la serie acaba con los vecinos de Cicely reunidos alrededor de algo, “Doctor en Alaska” ya ha cumplido su cometido. Olvidad la intelectualización, los filósofos y las referencias a las altas esferas de las artes. Aquí se ha venido a sentirse abrazado. Tras enterarse de la muerte de su tío Manny, Joel se encierra en sí mismo: no le es posible volver a Florida para despedirse ni puede decir su adiós desde Alaska porque el rezo funerario kaddish requiere de otros nueve judíos para poder realizarse. Los habitantes de Cicely deciden intervenir y que no quede nadie por sentirse abrazado. Bajo el comando de Maurice, los vecinos se reparten un mapa dividido en trozos de tierra de tamaño similar: si encuentran tan solo 0,67 judíos por cabeza, Joel podrá despedirse de su tío. El pelotón de Maurice acaba triunfando en su objetivo, pero Joel al ver a sus nueve judíos desconocidos se da cuenta de que lo que necesita no es religión, sino comunidad y la compañía de sus amigos que se han pateado Alaska para encontrar a alguien que se apellidase Coen o Seinfeld. “Doctor en Alaska” es una serie invernal que se ve mejor cuando la agenda de planes se apaga y una necesita un abrazo después de volver a casa con todo oscuro a las seis de la tarde. Plagada de mensajes reconfortantes, escenas cálidas y personajes tiernos, Cicely se siente como un sitio al que volver siempre. Por fin, más de treinta años después, regresamos a Ítaca. ∎