Eros y Tánatos entrelazados por una suave cinta de humor negro y, paradójicamente, luminoso. Ya desde su título, “Dying For Sex” (2025) nos enfrenta al mismo dilema que define a la protagonista, una mujer a la que un cáncer que creía extinto vuelve a visitarla, esta vez para instalarse de manera definitiva y fatal en su cuerpo.
Molly Kochan (Michelle Williams), que contó su experiencia en el pódcast conducido por su amiga Nikki Boyer (Jenny Slate) del que se nutre esta serie creada por Elizabeth Meriwether y Kim Rosenstock, decide que antes de morirse conviene vivir un poco, así que abandona a su marido, portavoz de un paternalismo amable que convierte a los enfermos en inútiles, y se lanza a la noble búsqueda de un orgasmo, algo que no ha obtenido en sus quince años de matrimonio.
Es probable que esa gratificación física no haya llegado porque, cuando apenas tenía 7 años, Molly fue abusada por el novio de su madre. En cualquier caso, y antes de entrar en tan peliaguda cuestión, digamos que “Dying For Sex” nos adentra en la aventura del autodescubrimiento sexual en sus múltiples vertientes sin emitir juicio alguno, viendo las distintas prácticas en las que Molly se inicia como espacios de conexión con el otro sin importar los métodos que se empleen para ello: la relación primero sexual y después afectiva que Molly iniciará con su vecino apunta en esa dirección.
Porque “Dying For Sex” es una historia de amor. O de amores. Es un canto a la amistad femenina que barre con cualquier estereotipo. Un relato redentor que busca el entendimiento entre una madre –las dos apariciones de Sissy Spacek son oro molido– y una hija separadas por un abuso del que ninguna es culpable, por más que así lo sientan. Y es, sobre todo, un canto a la vida encarado desde la asunción de la más triste de las conclusiones.
La miniserie de Meriwether y Rosenstock funciona mejor cuando es más burra y lleva su humor desprejuiciado al límite –esa doctora de paliativos que explica con contagiosa energía el emocionante camino hacia la muerte– y pierde fuelle cuando visibiliza el trauma infantil, un aporte visual y dramático para el que no se termina de hallar la forma adecuada y que no encaja bien en el andamiaje general. Algo que uno pasa por alto en cuanto se enciende el rostro de una superlativa Michelle Williams –muy bien secundada por Jenny Slate– capaz de llevarnos de la carcajada al llanto con su inigualable media sonrisa. ∎