Serie

El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro

Guillermo del Toro(T1, Netflix)
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En un momento que, con el tiempo, se ha visto como bisagra entre dos etapas de su carrera –entre sus grandes películas de la primera mitad de los 50 y sus obras maestras de los últimos años de esa década y los primeros de la siguiente–, Alfred Hitchcock pasó de ser un “simple” director de cine a convertirse en aquel “mago del suspense” que se colaba en casa de los estadounidenses para contarles historias que helaban la sangre. Eso ocurría en las series antológicas “Alfred Hitchcock presenta” (1955-1962) y “La hora de Alfred Hitchcock” (1962-1965).

Hitchcock no solo fue un creador de formas de lo oscuro y misterioso, sino que quiso expandir su obra y su “persona” adoptando el papel de divulgador de esa cultura entre el gran público. Salvando las distancias que haya que salvar, Guillermo del Toro emula a su admirado maestro –recordemos que en 1990 el realizador mexicano dedicó un libro, acaso su primer trabajo sistemático de pensamiento cinematográfico, al análisis de la obra del director de “Psicosis” (1960)– y ejerce de impulsor creativo, productor, ocasional guionista y host de su primera serie antológica, para la que recupera el concepto de “Gabinete de curiosidades” que ya usó como título de uno de sus celebrados libros.

Las ocho entregas de “El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro” (2022) conforman un repertorio cabal de lo que puede ofrecer hoy en día el terror cinematográfico y televisivo. La serie hace explícito un enfoque muy meditado del género, tan abierto a nuevas propuestas estéticas y conceptuales como respetuoso con el canon que impone la tradición temática e iconográfica de los relatos que celebran la cara oscura y macabra de la realidad. El propio Del Toro ha dado una primera clave de lectura de la serie al afirmar en su cuenta de Twitter que su gabinete de curiosidades se plantea como un muestrario del género, con cuatro entregas de dos episodios cada una, pensadas en “cuatro noches”: una primera dedicada a honrar la memoria de los tebeos de terror de la EC Comics, una segunda centrada en lo inquietante y en el “ahora”, una tercera que quiere ser un sentido recuerdo a los clásicos del pulp y una cuarta dedicada a dar presencia a “voces que suenan altas y claras en la sinfonía de nuestro género”.

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Un posible hilo conductor se encuentra sugerido en las breves presentaciones que el cineasta de Guadalajara ofrece como prólogo de cada entrega, por cierto más cercanas al tono explícitamente filosófico, ético y espiritual de las introducciones de Rod Serling en “The Twilight Zone” (1959-1964) que a la decidida socarronería que Hitchcock mostraba en sus series. En esas presentaciones se insiste en la idea del mundo como colección –de objetos, de monstruos, de conocimientos prohibidos– en la que cada elemento tiene detrás una historia que nos recuerda, como dice Del Toro en la presentación de “El trastero 36”, “nuestras hazañas, secretos y pecados”. La serie también habla de las múltiples caras del coleccionista: la del avaro, la del erudito, la del prisionero de su propia colección; y nos dice que los elementos de esa colección forman el hilo, casi siempre invisible, que une los terribles cultos, los horrores insondables y las indescriptibles amenazas cósmicas que constituyen la fibra que mantiene unido el mundo. Al menos el mundo de los cuentos de horror.

“El trastero 36”, dirigido por Guillermo Navarro a partir de una historia del propio Guillermo del Toro, establece el tono de la serie, por mucho que en su estricto seguimiento del modelo de cuento moral que abundaba en las páginas de los comic books de horror de la EC apenas nos permite vislumbrar las numerosas virtudes y asombros que el gabinete nos va a ofrecer en las entregas que siguen. Un personaje sometido a apuros económicos propios de un drama noir, un trastero suburbial, unos libros prohibidos y un giro demonológico que incluye una impía criatura tentacular es todo lo que Navarro y Del Toro necesitan para ofrecer un espectáculo memorable. “Ratas de cementerio” transita por parecidos mundos conceptuales, cambiando de escenario y de referentes estéticos. Tomando como base el relato homónimo de Henry Kuttner, Vincenzo Natali se vale de un prodigioso diseño de producción –a cargo de una Tamara Deverell en estado de gracia; lo está a lo largo de toda la serie– para tallar una joya macabra y claustrofóbica mediante un extraordinario trabajo de atmósfera y de espacio. Y no con uno, sino con dos monstruos que merecen pasar a las páginas de oro del terror producido en 2022.

En La autopsia” y “La apariencia”, la serie se adentra en otras profundidades del horror. En el primero, David Prior vuelve a mostrar su músculo como narrador del horror cósmico y su talento más allá de lo común para convertir cada imagen propuesta en algo ominoso. A ello contribuye sin duda un cuidadísimo diseño de sonido y la música de Christopher Young, así como el tour de force interpretativo de F. Murray Abraham, que guía al espectador hacia la inexorable conclusión de una historia en la mejor tradición de ese subgénero de la ciencia ficción que consiste en “hacer lo que hay que hacer” cuando el frío e indiferente cosmos nos pone a prueba. Con su final a caballo entre el horror cósmico y el body horror, la entrega de Prior prepara el camino de “La apariencia”, contribución de Ana Lilly Amirpour a la serie. La cineasta ha mostrado con su filmografía enciclopedismo y pasión por la cita al cine independiente estadounidense de los 90: los ecos de Jim Jarmusch o Wayne Wang han sido más que evidentes en sus películas. Con “La apariencia”, acude al otro cine estadounidense de esa década, al de Tim Burton y Terry Gilliam, para proponer –con mirada en gran angular, colores pop y celebración del artificio– una fábula en clave de body horror sobre la dictadura del aspecto físico y la (no) aceptación.

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“El modelo de Pickman”, dirigido por Keith Thomas, y “Los sueños de la casa de la bruja”, dirigido por Catherine Hardwicke, son adaptaciones de cuentos muy conocidos de H.P. Lovecraft –cuya sombra, por cierto, planea por toda la serie–. El valor de ambas radica en su aproximación rigurosa al universo del escritor y en sus firmes apuestas por valores de producción pocas veces vistos en el cine lovecraftiano. El episodio de Thomas construye una sinfonía de horror explorando en términos cinematográficos la sugerente idea de la pintura abyecta del personaje de Pickman, un Crispin Glover felizmente recuperado para el género. De inequívoca raíz goyesca, las pinturas creadas por el diseñador conceptual y artista Vincent Proce para “El modelo de Pickman” resultan verdaderamente perturbadoras, tanto que uno espera, en vano, que sus modelos no lleguen a materializarse jamás. Hardwicke ofrece una adaptación canónica de “Los cuentos de la casa de la bruja”, añadiendo elementos románticos –y nos referimos a estética, no a temática– y sacando el máximo partido a una propuesta de dirección artística que evoca el trabajo del gran Rick Heinrichs para “Sleepy Hollow” (Tim Burton, 1999). Cabe agradecer a la directora la valentía de mantener, en una decisión más arriesgada de lo que parece, a cierto personaje muy pulp del relato de Lovecraft, cuya presencia sin duda pone a prueba el umbral de suspensión de la incredulidad del público moderno.

Dos entregas muy estimables cierran la antología. En “La visita”, Panos Cosmatos vuelve a crear uno de sus poemas visuales de horror cósmico, en un relato que apenas esboza una historia pero que genera una atmósfera única. De hondo espíritu lovecraftiano y con ecos estéticos de aquella rara avis del terror que fue “Satanás” (Edgar G. Ulmer, 1934), sustituye las mazmorras propias del género por una ecléctica arquitectura de espíritu brutalista, transforma la iconografía gótica por una mirada arqueológica al diseño de la era atómica y cambia el claroscuro por colores fauvistas y la luz de las antorchas por las luces parasitarias de los omnipresentes lens flare –los característicos destellos, a veces indeseados, otras veces buscados, que el director de “Mandy” (2018) ha hecho uno de los rasgos distintivos de su cine–. Con su aportación, Cosmatos vuelve a mostrar que su mirada y su voz son claras y distintivas en el fantástico actual. Y que ocupa, como autor, un lugar de privilegio entre los grandes creadores de imágenes del cine contemporáneo. El broche de oro a la serie lo pone “El murmullo”, joya de Jennifer Kent que combina la estética del dolor y la tristeza que ya conocemos como parte esencial de su obra, con la aproximación a la tradición de las ghosts stories de Guillermo del Toro. En su imponente articulación de los tres espacios en los que se entrelaza la trama –la psique de la protagonista, encarnada por una impresionante Essie Davis, la casa encantada y la naturaleza sublime–, Kent ofrece una de las aproximaciones más interesantes a la puesta en escena del terror que veremos este año. Tanto “La visita” como “El murmullo” efectúan un espléndido y arriesgado contrapunto a los horrores góticos y pulp de las otras entregas de la serie, que en su conjunto es enciclopédico regalo al aficionado a las cosas que acechan en la oscuridad. ∎

En los límites de la realidad.
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