Serie

El Gatopardo

Richard Warlow(miniserie, Netflix)
https://assets.primaverasound.com/psweb/ck0lxxt6vvlggx6l3wo2_1745422151448.jpg

“Siete audaci o siete soltanto stupidi?”, “¿Sois valientes o solo sois imbéciles?”: acierto paradójico dar pistoletazo de salida a este “El Gatopardo” (2025) con una frase que parece verbalizar todos los reparos sentidos a priori por muchos de sus espectadores. Si en esta inesperada línea editorial abierta por Netflix adaptando grandes clásicos de la literatura el vértigo ha sido general ante la inevitable mutación de la obra de Juan Rulfo o Gabriel García Márquez, qué esperar ante la que aguardaba a la de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, sobre la que pesa como espinoso añadido la película que en 1963 realizara con el mismo material Luchino Visconti.

Ya lo ven: ni un párrafo ha tardado en asomar por estas líneas el nombre de Visconti. Por lo que aprovechémoslo para liberarnos de un escollo de tal densidad que hasta a este cronista abruma a la hora de hilar unos predicados. Porque “El Gatopardo”, versión cine, crea un campo gravitatorio del que parece imposible escapar, pero inútil sería entrar en un bucle comparativo que solo conduciría al agravio de la ironía: aquella fórmula alquímica concebida bajo la luz del neoclasicismo, el naturalismo francés y la escenografía operística resulta hoy un referente utópico por cuestiones no solo cinematográficas, sino también históricas y sociales. Y con el alivio de haber soltado este lastre, avancemos en la propuesta.

https://assets.primaverasound.com/psweb/91f9zleaf8lfhryyy08z_1745422163665.jpg

Huyendo del agujero negro autorreferencial, Richard Warlow –equipo técnico británico, equipo artístico italiano– decide entroncar las raíces de “El Gatopardo” no en la película sino en la novela de 1958 de Lampedusa. Y lo hace con firmeza, rebañando hasta la última línea de sus páginas, extendiendo tramas allí solo apuntadas, estructurando el orden de sus episodios según el mismo arco dramático de su capitulado. Un juego de espejos cartesiano que llega hasta el cierre de la cuarta entrega, cuando un hecho que allí apenas ocupaba un par de líneas se eleva a rango de giro dramático y la serie comienza a volar sola, con una construcción ex novo que si recurre a referentes previos es solo como anclaje temático.

El equilibrio, sin embargo, no siempre se consigue. La ambición de clasicismo que se busca con firmeza y que la realización no niega permite que todo fluya de manera orgánica, pero la necesidad de adaptación a lo que hoy se entiende como producto de calidad termina también generando una cierta funcionalidad. Hábilmente resuelto el trámite de elevar a protagonista a una mujer, por mucho que fuerce el contrasentido de convertir a ese príncipe de Salina que luce en su título en mero secundario de lujo; más resbaladizos el rebajado de contenidos, la eliminación de asperezas y el sobresfuerzo esteticista impostado a golpe de drones e iluminaciones ámbar que, lejos de convertir cada plano en el ejercicio visual anhelado, termina homogeneizando el resultado con parte de la producción coetánea. También, intuimos, convirtiendo en caducos sus resultados, algo que parece sumarse a esa reflexión sobre la mortalidad y el paso del tiempo que, si estructuraron de manera sutil las obras de Lampedusa y Visconti, aquí –y entiéndase también como nuevo óbolo a los códigos actuales– se explicita abiertamente en la larga secuencia con la que concluye este más que solvente folletín contemporáneo. ∎

¿Hace falta que algo cambie para que todo siga igual?
Etiquetas
Compartir

Lo último

Contenidos relacionados