Acudir a una cita con el británico Ken Loach y su guionista habitual, Paul Laverty, significa reencontrarse con viejos amigos que amenizan el encuentro con las historias sobre su vecino o su familiar lejano. Relatos cercanos que al mismo tiempo adquieren una dimensión mayor cuando sirven de altavoz de todas las presiones políticas y económicas de las que la globalización forma parte. Especialmente desde que abordasen esta posible “trilogía de la precariedad” en la última etapa de su filmografía, comenzada con “Yo, Daniel Blake” (2016), Palma de Oro en el Festival de Cannes, seguida por “Sorry We Missed You” (2019) e idealmente concluida con “El viejo roble” (2023; se estrena hoy), premio del público en los pasados festivales de Locarno y Valladolid.
A sus 83 años, el peleón Loach demuestra seguir indignado con la sociedad en que vivimos y decide recrear personajes idealistas, comprometidos y altruistas que harían de este un mundo uno en el que valiese la pena vivir según su mirada atravesada por las gafas del quijotismo. No queda exento, pese a ello, el hincapié en el dolor de sus personajes. Sus heridas, en el proceso de cicatrización, vuelven a abrirse conforme se confrontan con la realidad posmoderna.
Si en “Yo, Daniel Blake” la batalla perdida de su protagonista, encarnado por un estupendo Dave Johns, se dirigía contra el farragoso acceso a la ayuda social y los procesos burocráticos de los servicios públicos, en el pequeño pueblo costero inglés donde se sitúa el bar de “El viejo roble” la hostilidad surgirá desde la llegada de unos refugiados sirios que los parroquianos del bar del protagonista querrán alejados de sus pintas de cerveza y de sus vidas.
Dave Turner interpreta al señor Ballantyne, el tabernero viudo y solitario que nada a contracorriente entre la opinión pública para ofrecer a los recién llegados una nueva oportunidad. Lo acompaña en su propósito Yara, una joven siria dispuesta a ayudar tanto a su comunidad como a los ingleses que sufren el impacto de un capitalismo despiadado.
Superado el hecho de que sus últimos guiones compartan resonancias y personajes redundantes, así como una empecinada búsqueda de la sensiblería, “El viejo roble” tiene la (desgraciada) suerte de llegar en el momento adecuado. Sus enseñanzas sobre la necesidad de una comunión y un acuerdo entre culturas posiblemente pasarían más denostadas si no fuese porque resulta difícil ver hoy en día el filme y no sensibilizarse con el crudo momento por el que también pasa el pueblo gazatí.
Una secuencia del largometraje conecta particularmente con las imágenes que asedian los noticiarios en la actualidad. Durante la visita de la pareja protagonista a la catedral del lugar, Yara se maravilla por su belleza y recuerda tantos otros templos en su país que han sido derrocados. La cuestión sobre la salvación del patrimonio circunda el relato en todo momento y, a través de ello, el cineasta mantiene la mente puesta en lo que dejará como legado a futuras generaciones.
La narración fluye entre la crítica al racismo y la divulgación social: en ocasiones melodrama, en ocasiones documento educativo. En todo caso, una obra menor en la filmografía del director de “El viento que agita la cebada” (2006) que consigue su objetivo de concienciación pero cuyos medios llegan ya demasiado manoseados. Un protagonista vagamente dibujado y una caída en la lágrima fácil impiden que las consecuencias de un conflicto tan verídico se recreen como verosímiles en pantalla. O quizá sea que los ilusos finales felices ya no tengan cabida en el relato sociopolítico actual. ∎