“Érase una vez el Oeste” (2025) es un implacable descenso al corazón sangriento de la frontera americana. A lo largo de seis episodios, esta miniserie dibuja un retrato brutal y despojado de artificios del Territorio de Utah en 1857, un espacio liminal atrapado entre el avance de la civilización y el caos de un mundo salvaje y sin domesticar. Creada por Mark L. Smith –guionista, entre otras, de “El renacido” (Alejandro González Inárritu, 2015)– y dirigida por Peter Berg, la serie se deleita en la ferocidad sin concesiones que evoca el wéstern clásico, mientras amplía sus horizontes hacia una crudeza más contemporánea.
La vida en la frontera es un torbellino de violencia y desesperación, donde la supervivencia no es tanto una meta como una lucha constante. Asesinatos, violaciones, caos y traiciones marcan las interacciones humanas en este crisol despiadado, donde los defectos de los personajes quedan al desnudo, sus ambiciones se revelan y su humanidad es llevada al límite.
La narrativa se centra en Sara Rowell (Betty Gilpin) y su pequeño hijo lisiado, Devin (Preston Mota), quienes llegan a Fort Bridger escapando de un pasado que los persigue con ferocidad. Sara encarna la determinación silenciosa: está dispuesta a proteger a su hijo a cualquier precio, aunque su travesía pronto se convierte en un descenso hacia el caos. Fort Bridger, bajo la supervisión del hastiado pero carismático Jim Bridger (Shea Whigham), es un microcosmos de la vida fronteriza, plagado de oportunistas, forajidos y almas atormentadas que huyen de un destino aún peor. Allí entra en escena Isaac Reed (Taylor Kitsch), un solitario montañés marcado por un pasado trágico, quien se convierte a regañadientes en el protector de Sara. La conexión entre ambos define la columna vertebral emocional y física de la serie.
Los conflictos sociopolíticos de la época sirven como un telón de fondo denso y cautivador para la odisea de Sara e Isaac. La serie explora las tensiones entre las tribus indígenas, los colonos mormones y el ejército estadounidense, y pone de relieve a figuras históricas como Brigham Young (Kim Coates), quien emerge como un líder maquiavélico cuya búsqueda de poder religioso desencadena violencia a una escala devastadora. Uno de los momentos más impactantes de la serie es la representación sin concesiones de la masacre de Mountain Meadows, un episodio histórico que subraya hasta dónde puede llegar la humanidad en un territorio donde las leyes son meras sombras.
La dirección de Peter Berg imprime una intensidad visceral a cada escena. La cámara se detiene con insistencia en la suciedad, la sangre y las ropas desgastadas, capturando la dureza implacable del entorno. Las secuencias de acción son caóticas y despiadadas, especialmente durante la masacre, donde los gritos de desesperación y el silbido de las flechas crean una atmósfera de pesadilla alucinatoria. La cinematografía de Jacques Jouffret, aunque efectiva al capturar la cruda belleza de la frontera –montañas nevadas y llanuras infinitas–, a veces abusa de los primeros planos y las cámaras temblorosas, restando impacto a la majestuosidad del paisaje.
No obstante, la serie tropieza en ciertos aspectos. La conexión entre el viaje de Sara y las intrigas sociopolíticas carece de cohesión, y algunas subtramas –como la de una joven mormona atrapada entre dos culturas– se antojan poco desarrolladas. El ritmo narrativo también sufre altibajos, con momentos de introspección que parecen apresurados y otros que se recrean en una brutalidad reiterativa.
Como wéstern revisionista, “Érase una vez en el Oeste” sobresale por su realismo crudo y su aguda exploración de las tensiones interculturales y el devastador legado del colonialismo. Para quienes estén dispuestos a dejarse arrastrar por su brutalidad implacable, la serie ofrece una visión inquietante y descarnada del corazón primitivo de la frontera estadounidense. Es un viaje duro pero fascinante, aunque deja en el espectador el anhelo de una narrativa más rica y cohesionada que nunca termina de florecer. ∎