Han pasado ya 40 años desde que Peter Kember (Sonic Boom) y Jason Pierce (mucho más tarde, el hombre Spiritualized) se conocieron en su Rugby natal, ciudad mediana de las West Midlands inglesas donde alguien inventó ese “deporte de gañanes jugado por caballeros” que lleva su nombre, también conocida en su momento como “Drugby”. “Spacemen 3 y el nacimiento de Spiritualized” (“Spacemen 3 & The Birth Of Spiritualized”, 2004; Banizu Nizuke, 2022) es una crónica detallada del itinerario musical y vital de sus protagonistas y de una década prodigiosa, la de los 80. Publicada originalmente en 2004, la editorial vizcaína Banizu Nizuke se ha animado a traducirla para realizar una heroica tirada de mil unidades.
Erik Morse (Conroe, Texas, 1979) examina las andanzas del grupo desde dos puntos de vista decididamente mistificadores pero sin llegar a la hagiografía, una tentación casi irresistible tratándose seguramente del grupo más cool desde The Velvet Underground. Ambos enfoques tendrían que ver con lo que su autor, graduado en cine y filosofía, llama “huellas genealógicas”. El primero, al que dedica las veinte páginas de una abstrusa introducción, gira alrededor del intuitivo concepto de dreamweapon, a propósito de posmodernos como Artaud y Deleuze, la radiación o los experimentos sonoros de La Monte Young.
Traspasado dicho frontispicio oracular –Ulises superó pruebas más delicadas–, Morse toma tierra para dar cuenta de lo mollar en el género biográfico, o sea, la historia martirológica de Spacemen 3, sus discos y conciertos. Para ello se nutre de sus propias experiencias con la banda y de un extenso material que identifica –sin referenciar– en uno de los variopintos anexos que Banizu Nizuke respeta y reordena cronológicamente. Ahí destacan una discografía pormenorizada que elude las posteriores de Kember y Pierce, la nómina de miembros, los instrumentos empleados o las sustancias recurrentes.
Otros atractivos de esta biografía única –entre otros motivos, porque no se han escrito más– son la capacidad del autor para situar a Spacemen 3 en su contexto histórico, analizar los aspectos técnicos de su música o abordar su descripción empleando un sugerente lenguaje metafórico. Y todo ello sin esquivar el entretenimiento que siempre brindan los inevitables cotilleos: el influjo de Kate “Yoko” Radley –novia de Pierce– en la amarga separación del grupo, la supuesta bisexualidad o el carácter violento de Kember, las tribulaciones químicas, las disputas por los créditos y los celos.
El texto transpira mucha frescura gracias a las abundantes declaraciones de todos sus protagonistas. Las de Pat Fish –alias The Jazz Butcher, seguidor primigenio del grupo, colaborador en muchos de sus discos y amigo personal de Kember– ocupan un papel central, casi moderador, gracias a su afilado sentido común y a sus desternillantes apreciaciones sobre la productiva relación entre aquellos dos apolíneos narconautas y estudiantes de arte –parece que Sonic Boom nunca finalizó los cursos– cuya amistad fue deteriorándose típicamente a medida que perfeccionaban el arte de su música.
Dos fuertes personalidades que Morse dibuja como antagónicas. Kember: rebelde de familia acomodada, politoxicómano iniciado en el gas butano, infantiloide, experimentador nato y adicto al trabajo. Pierce: clase media, perezoso, astuto, mejor dotado en inteligencia emocional y talento melódico. Perfiles que cuadran bien con lo que después hemos conocido de ellos. Sonic Boom: gurú incansable de la producción y ecumenista ecodélico orbitando sobre sí mismo desde su hogar-invernadero de Sintra. J. Spaceman: cosmonauta parsimonioso a la deriva en su propio espacio exterior, sujeto de epifanías, resurrecciones y vaivenes a lo Delta del Mississippi. Este sería el cartoon.
Jugando –con fuego– a modernos alquimistas entre el hedonismo juvenil, las limitaciones técnicas y el compromiso estético –Sonic Boom se autoproclamó germánico guardián del proyecto–, Spacemen 3 se afanaron en reinventar una fórmula sonora que bebía de una erudición poco común –Leadbelly, Sun Ra, MC5, The Velvet Underground, Nico, Neu!, Kraftwerk, Suicide– y que evolucionó rápidamente del abrasivo garage rock de los inicios a una electrónica hipnótica atravesada de oscuro discurso góspel. Según el periodista Neil Strauss, Spacemen 3 “transformaba las canciones en texturas y los álbumes en estados de ánimo”. Este fue su gran mérito: hacer de la necesidad, virtud, aunque bien tóxica.
De su ya clásico fetichismo –con los equipos Vox o con sus inconfundibles logos y portadas de discos– y de su resistencia a las modas –han envejecido mucho mejor que otros niños terribles del noise como The Jesus & Mary Chain o My Bloody Valentine, que los (ad)miraban de reojo–, pero también a las drogas –Pierce era más escéptico con el famoso eslogan de la banda “taking drugs to make music to take drugs to” que la bestia Kember–, surge su legendario blues teutónico. Un nuevo drone espacioso y envolvente, pasional, venoso y genuinamente romántico que fans sesudos como Erik Morse han sometido a duras exégesis trufadas de los inevitables dimes y diretes del rock’n’roll.
Agobiado por la reacción adversa de un público conservador que solo hacía tiempo antes de meterse en la proyección de “El cielo sobre Berlín” (Wim Wenders, 1987) –no “Wender”, como aparece en el texto original, no corregido por una editorial alérgica a las comillas, pero con notable altísimo a pesar de alguna que otra rareza ortotipográfica adicional–, el barman encargado del londinense Centro de Arte Waterman –lugar donde Spacemen 3 desató su peculiar dreamweapon una tarde de agosto de 1988– resolvía la ecuación de un plumazo, según rememora el siempre catalítico Fish: “Me temo que mis jefes no han apreciado vuestra particular forma de minimalismo”. ∎