Película

Estrany riu

Jaume Claret Muxart

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“Ese viento fatal me ha transformado en otro chaval”, canta el artista Guitarricadelafuente en uno de sus últimos temas, “Tramuntana” (2025), todo un himno al fluir de la sexualidad en equilibrio con las órdenes naturales de este mundo. No es el fuerte viento del noroeste, en el caso del cineasta Jaume Claret Muxart (Barcelona, 1998), el elemento principal que guía el despertar afectivo y sexual del joven Dídac (Jan Monter) en su ópera prima, “Estrany riu” (“Extraño río”, 2025; se estrena hoy). Es el fluir caudaloso del Danubio, en un verano familiar bañado por una luz bucólica, la que conduce a su adolescente protagonista a instalarse en un profundo ensimismamiento, poblado por un ser fantasmal, en un juego cíclico definido por las corrientes, físicas y poéticas, del transcurrir vital.

Ese agua, que tanto parece atraer al director del cortometraje “Los Danubios” (2023), recorre también el cauce del propio largometraje: después del Festival de Venecia, fue acogido por el Festival de San Sebastián para presentar en la sección Zabaltegi-Tabakalera el proyecto que había estado desarrollando durante años en el marco de la Elías Querejeta Zine Eskola, a orillas del río Urumea. Sería uno de los primeros brotes que florecen de la propuesta formativa vasca, de la que también formó parte su director de fotografía, Pablo Palomo, y que se circunscribe en la corriente (valga la redundancia) de ese cine patrio intimista, colaborativo, y en contacto con el ámbito rural, que ha encontrado en Carla Simón, Elena López Riera o Meritxel Colell (aquí coguionista y montadora) algunas de sus autoras referentes.

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Pese a negar que se trate de una película autobiográfica, Claret Muxart filma uno de los ríos por los que pedaleó en compañía de su familia. El misterio insondable que abarca el paseo fluvial se transmite desde las secuencias de luz natural y grano, propio del formato analógico, en las que el personaje de Dídac se topa con ese primer cuerpo y su deseo. La poética del mojado encuentro con el chaval de nalgas sorollanas acaba conduciendo el resto de la obra, especialmente en su tercio final, el más onírico de todos, en el que se recrea un mito vinculado a la historia familiar, protagonizada por su madre (Nausicaa Bonnín).

Hay un par de aciertos en este relato de primeras veces que resultan verdaderamente estimulantes. Uno de ellos tiene que ver con esa evocación de la incomprensión puberal y la soledad de las incipientes identidades queer. El otro acudiría a ese carácter cíclico que acaba dotando de sentido humano la experiencia sexual, y que hacia los últimos minutos, de manera maravillosamente hermosa, regala la posibilidad de un nuevo relato, como un afluente desembocando en un río mayor.

Es, por otro lado, en la repetición y la abstracción cuando la cámara enamorada de los ojos azules de Dídac acaba restándole liviandad a la narración. Los primeros planos insistentes y las secuencias más estiradas en el tiempo, especialmente aquellas que transcurren en el interior de una universidad alemana, extienden el relato más de lo necesario. Fiel a su título, la película también deja una extraña sensación de insatisfacción, pero poco hay que tenérselo en cuenta al autor de la obra: la inexperiencia actoral y vital de sus jóvenes protagonistas acaba afectando al modo en que se resuelve la tensión sensual. Pero ¿no es acaso el primer amor tan inspirador como decepcionante? La perturbación, la incomodidad e incluso la ira también encuentran su lugar en una historia que, en su empaque final, devuelve un bello y triste recuerdo de que algunos veranos jamás volverán. ∎

El río de la vida.
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