La muerte ha tenido muchas formas en la ficción. Desde el jugador de ajedrez de “El séptimo sello” a la mujer retorcida de “La dama de blanco”, la narradora perpleja de “La ladrona de libros” o el joven y atractivo Brad Pitt en “Meet Joe Black”. El búlgaro Gueorgui Gospodínov (Yambol, 1968) no se atreve a ir tan lejos como para personificar a la muerte, pero sí que toma nuestro trágico destino como tema y lo desarrolla hasta la extenuación en la poderosa y conmovedora “El jardinero y la muerte” (“Gradinaryat i smurtta”, 2024; Impedimenta, 2025; traducción de María Vútova).
Después de la prestidigitación retórica de “Las tempestálidas” (2020), Gospodínov retoma los temas que han marcado toda su bibliografía: el paso del tiempo, la memoria o la pérdida, y lo lleva un paso más allá. La primera frase ya ejemplifica como ninguna otra en la historia de la literatura lo que vendrá a continuación: “Mi padre era jardinero. Ahora es jardín”. La primera frase en pasado. La segunda en presente. Dos sencillas frases para demostrar cómo la vida no es la que se vive, solo la que se recuerda. La que se vive es natural, pero irreal. La que se recuerda es ficticia, pero real.
A partir de aquí nos encontramos con una historia lírica escrita con delicadeza en que el escritor nos habla de su padre, de su vida, de su enfermedad, de sus últimos días, y de cómo él siempre tuvo que ser, sentir y vivir adaptándose a la vida de su padre, el hombre que le dio vida, que le enseñó a ser digno. Una figura idealizada convertida ahora en lo que él dedicó todos sus esfuerzos, jardín. La metáfora, por evidente, no es menos potente y confirma a Gospodínov como uno de los talentos más puros de la literatura europea.
A pesar del tema de la obra, esta no es grave, ni densa, ni siquiera compleja. El narrador de Gospodínov habla desde la inmediatez de la muerte. Cuando todavía la pena lo embarga por completo y sus palabras no quieren ser profundas, lo son sin proponérselo porque son tristes, tiernas, sinceras, directas.
La narración viene y va en el tiempo, en capítulos muy cortos que saltan del presente al pasado para demostrar que no hay verdad en el presente si no hay verdad en el pasado. El escritor consigue así no repetirse ni convertirse en pesado, puesto que estos viajes temporales consiguen deslumbrar esa alegría original de la juventud de sus padres. Y aquí viene la pregunta más apasionante que se desprende de la novela: ¿sigue existiendo nuestra niñez si perdemos a la última persona que la recordaba? Porque el narrador, entre otros motivos, no quiere perder a su padre porque no quiere perder no la memoria de su niñez, que la tiene, sino la sensación de su niñez, la posibilidad de su niñez, la verdad de su niñez.
Para quien tenga un corazón delicado y una sensibilidad a flor de piel, quizá será mejor no acercarse a esta novela si no quiere estar días llorando. Quien se atreva a enfrentarse a la idea de la muerte y buscar su sentido más íntimo y desesperado, pero a la vez poético y conmovedor, seguro que agradecerá esta sentida reflexión. Porque todos vamos a morir, todos vamos a perder a gente que queremos, pero no hay que tener miedo de afrontarlo. Tenemos que hablar de ello antes de que sea demasiado tarde.
Quizá esta no sea una novela tan redonda y atrevida como “Las tempestálidas”, pero desde luego es más cercana y directa, a pesar del escenario simbólico que abraza en su narración para sublimar las anécdotas que va recopilando de la vida de su padre y, sobre todo, de su vida con su padre. Porque Gospodínov lo deja claro: la vida no es nada en sí misma, solo es en relación, o sea, solo en nuestras relaciones vivimos. Somos animales sociales. Somos padres, hijos, amantes y amigos antes que seres humanos. Solos, solos, no queda nada, ni siquiera jardín. ∎