“Todos tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta”, asegura Joan Baez al inicio de “Joan Baez. I Am A Noise” (2023; se estrena hoy), realizado por Miri Navasky, Maeve O’Boyle y Karen O’Connor, y con producción de Patti Smith. El documental repasa algunos de los aspectos más importantes de la existencia pública de la cantautora, otros de su privacidad y, sobre todo, saca a la luz los de su vida secreta. “Solo recordamos lo que queremos”, comenta en otro momento desde el tiempo presente, en realidad desde 2019, cuando empezó a rodarse el filme: Baez tenía entonces 78 años y 60 de carrera musical, y realizaba la que sería su gira de despedida en Estados Unidos y Europa.
La película ensambla con coherencia breves fragmentos de estas actuaciones, varias conversaciones con Baez sin que aparezca nunca la interlocutora y muchas imágenes de archivo que incluyen los dibujos realizados por la cantante en su infancia y adolescencia. Son trazos en blanco y negro, emotivos y melancólicos, que cobran movimiento y adquieren un mayor alcance a tenor de lo que significaron cuando los hizo y lo que transmiten ahora, una vez Baez se sincera y explica cómo en 1991, mediante una terapia de hipnosis, pudo bucear en esos recuerdos escondidos, liquidados de la memoria porque daban miedo, y sacar a la luz la verdad que durante décadas se manifestaba en ataques de ansiedad y la convirtió desde entonces en una persona neurótica: ella y sus dos hermanas sufrieron abusos por parte de su padre, a lo que se sumó el silencio, o la incomprensión, de la madre.
Baez habla de su experiencia actual, de lo que significa despedirse de los escenarios mientras una voice coach la asesora para mantener bien los músculos de las cuerdas vocales. Extraña su voz de antes, dice, pero tiene que aceptarlo y adecuarse a lo que tiene. En una entrevista de archivo de la segunda mitad de los sesenta, un periodista le pregunta si su magnífica voz la ha llevado a hacer canción política: “La conciencia social estaba ahí antes que la voz”.
Las imágenes y fotos de archivo se alternan con lo que se escucha en las cintas de casete grabadas durante las sesiones de terapia y momentos “cotidianos” –y totalmente prescindibles– capturados durante la gira: la secuencia de ella bajando a la calle descalza para ponerse a bailar al son de una batucada es tópica e impostada.
Sabemos que su familia era cuáquera; que su padre tenía una gran conciencia social y que su madre era una significada pacifista. Sabemos –o sabíamos– que todo empezó para ella en el Club 1947 de la ciudad estadounidense de Cambridge, en 1958, y que después llegó su actuación en el festival de Newport:“Tenía la voz adecuada en el momento adecuado”, resume, sin darle más importancia. No todo era idílico. “No es lo mismo ser conocida que ser famosa”, dice con serenidad, para explicar a continuación que esa misma serenidad que aparentaba en escena era una falacia: por dentro tenía ganas de vomitar, y no era miedo escénico.
Tampoco ayudó la relación con sus hermanas, sobre todo con Mimi, cantante como ella, superada por el peso de la fama y trascendencia de su hermana. Mimi conoció a Richard Fariña, se enamoraron, cantó con él y tuvo unos años de paz. Fariña murió en un accidente de moto en 1966, con solo 29 años. Joan asume que Mimi estaba destinada a ser infeliz. Ni superó la muerte de Fariña ni se reconcilió con su hermana. Falleció de un cáncer a los 56 años. Baez lo cuenta todo a cámara con singular templanza.
Aparece en el relato Kimmie, una joven con la que vivió dos años y exploró nuevos conceptos sexuales y de relación de pareja: la vida privada. Y en 1963 conoció a Martin Luther King y a Bob Dylan, los dos hombres que más la marcarían entonces: la vida pública. El activismo convertido en forma de vida gracias al sueño de King. La relación artística y sentimental con Dylan (quien solo tres meses después de la muerte de Fariña tuvo también un grave accidente de moto). Al principio fueron días de vino y rosas. En un fragmento muy divertido de un concierto de la época, Baez canta una de sus canciones imitando a Dylan cuando este hacía versiones de los temas de Joan. Tras la experiencia conjunta en Londres, con Dylan embriagado de popularidad, ella entró en crisis. Dice que le rompió el corazón.“Hey Bob”, sonríe a cámara mientras rememora la historia.
Seguimos con la vida pública mezclada con la privada, cuando se reconcilió con el mundo en París, descubriendo sus fiestas de alta costura y sus sesiones fotográficas muy pop. La historia con David Harris, gran activista y padre de su hijo Gabriel. Paréntesis familiar: durante la gira de despedida, las directoras montan elocuentes planos de Baez planchando las camisas de Gabriel, percusionista de su banda. A David lo conoció en los tiempos de la insumisión. Todo giraba en torno a Vietnam. Ella se confiesa adicta al activismo y admite que cuando terminó la guerra se sintió desorientada. El filme explica muy bien una forma de vida y las consecuencias que comporta.
“Diamonds And Rust”, de 1975, es para ella su mejor disco porque dejó la política al lado y exploró la música. Pero quiso estar a la moda y volvió a perderse. Las imágenes de Baez en la Rolling Thunder Revue de Dylan –un amago de reconciliación porque él no era el centro de todo– o bailando sincopadamente con un grupo de funk desbordan las tres vidas, la pública, la privada y la secreta.“No me enteraba de nada”, sentencia. Hoy, desde el tiempo que consume el documental, parece liberada de aquella frase inicial, la de que solo recordamos lo que queremos. La película resulta una confesión, pero uno tiene la sensación de que Joan Baez sigue viviendo en laberintos oscuros. ∎