Xavier Cugat o Javier Cugat o Cugie o DeBru o, incluso, Francisco de Asís Javier Cugat Mingall de Bru i Deulofeu, poco importan los nombres en el caso del célebre músico. Porque al artista catalán no le interesaba la verdad, solo el espectáculo. Desde su adolescencia, se propuso ser más grande que ningún nombre y, por supuesto, que ninguna realidad, y empezó a crear un personaje mayestático que sedujese al mundo. ¿Y sabéis qué?, lo consiguió.
El escritor Jordi Puntí (Manlleu, 1967) nos presenta a este inabarcable personaje en la estupenda “Confeti” (Proa, 2024; Anagrama, 2025), una novela que reconstruye su vida desde que tenía 6 años y cogió un violín por primera vez hasta que murió en Barcelona en 1990, siempre con su Rolls-Royce dorado aparcado frente al Hotel Ritz, preparado para llevarlo a donde fuera. “Cuando naces el 1 de enero de 1900, en la entrada de un nuevo siglo, estás destinado a grandes cosas. Al menos él lo sentía así y vivió en busca de la excelencia, entre medio de grandes delirios de grandeza y hazañas nunca antes vistas”, comenta Puntí.
El escritor conocía de niño al viejo Cugat, al estrambótico y algo exagerado personaje mediático que salía en televisión contando historias sobre el Hollywood clásico con su bisoñé y sus chihuahuas. Aquel grotesco personaje siempre lo fascinó, pero no fue hasta que leyó su autobiografía, “Yo, Cugat” (Dasa, 1981), y conoció de primera mano sus inicios, su juventud y su ascenso a la fama, cuando el flechazo fue definitivo. Tenía que conocer su historia real, saber qué había de verdad y qué de mentira en todas aquellas fascinantes historias. “Tengo una tendencia mitómana muy marcada y tenía a Cugat en mi pódium de vidas hiperbólicas. Investigando, descubrí que no mentía per se, sino que su vida era un gusto por la exageración, por la belleza, por la anécdota significativa, por pintarse a sí mismo como una gran caricatura de la misma manera que él hacía caricaturas de los grandes mitos de Hollywood”, explica el autor de “Maletas perdidas” (Empúries / Salamandra, 2010).
La investigación le hizo ganar una beca, la prestigiosa Culman Center For Scholars And Writers de la Biblioteca Pública de Nueva York, y pasó un año encerrado en la Gran Manzana cotejando documentación para ver qué era verdad y qué mentira de sus memorias. “Él siempre dijo que Enrico Caruso lo apadrinó, pero el tenor nunca conoció a Cugat. También decía que descubrió a Frank Sinatra, cuando la realidad era que el cantante le pidió una canción para su tercer disco. Y lo cierto es que Sinatra sí le fue a buscar, pero Cugat siempre quería ir más allá. Por ejemplo, decía que conoció a Al Capone. Luego dijo que era amigo suyo. Luego que comió espaguetis a la boloñesa en su casa, que había cocinado su madre. Puedes cotejar las fechas y ver que todo esto era imposible, pero sigue siendo fascinante su capacidad de invención y de agrandar su personaje”, señala el escritor.
Para Puntí, el punto de inflexión del personaje Cugat fue durante el rodaje de “Bailando nace el amor” (William A. Seiter, 1942). Allí habló con su estrella, Fred Astaire, que empezó a llamarlo Cugie y le recomendó que se pusiese peluquín para parecer más joven. Dicho y hecho, el personaje ya estaba creado. “Siempre supo adaptarse a los tiempos. Cuando él tocaba en orquestas líricas y aburridas, apareció el swing con Benny Goodman y Glenn Miller y él no se quedó atrás. Poco después introducía la música cubana y los ritmos caribeños al público estadounidense y revolucionó el sector. Yo siempre digo que sin Cugat no existiría el reguetón”, relata Puntí.
Puede que estemos en una época de lo políticamente correcto, pero ya entonces los músicos cubanos vieron esta apropiación cultural como un robo. “Él introdujo a Dezi Arnaz, que luego se va a Florida y empieza a decir que él es el gran introductor de la música latina en Estados Unidos y comienza una guerra a lo Peret y El Pescaílla. Al final uno era el rey de la rumba y el otro el de la conga. Mitos como Panchito Riset o Chano Pozo lo destrozaban. Y el desprecio todavía dura. Coincidí con Paquito d’Rivera y me dijo que Cugat le puso ‘demasiado azúcar’ a la música. Lo que es cierto, pero solo porque tenía que hacer la música cubana accesible para el público americano de aquel entonces”.
Lo cierto es que Cugat necesitaba este gran personaje para ocultar todas sus miserias interiores. Cuantos más focos y colores proyectes, menos miran en el interior. La novela sirve para desvelar esta intimidad que tanto intentó ocultar y que, en muchos casos, es muy problemática a ojos de hoy día. “Fue un hombre machista y muy posesivo, que a medida que se fue haciendo mayor era más y más celoso. Él incluso quería titular sus memorias ‘Mis cinco exmujeres’, pero los editores lo convencieron de que era mejor que no. Utilizó el ‘Yo, Cugat’. Estábamos en la época del ‘Yo, Claudio’, o sea que imagina el egotismo”, dice el novelista.
Una de las escenas más entrañables de la novela es cuando Cugat llega a la casa de Dolores del Río y, sin que nadie le anuncie, empieza a dibujar una caricatura de una mujer que está en bañador en la piscina. Cuando acaba y entra en la casa, ve bajar por la escalera a la auténtica Dolores del Río y queda en shock. ¿Quién era entonces la mujer de la piscina? Acababa de dibujar a Carmen Castillo, la que sería la tercera esposa del músico. “Esto aparece en sus memorias y puede que sea cierto, pero conociéndole seguramente no, pero es una historia tan buena que da igual que sea verdad o no, es mejor y punto”, reconoce.
El recurso que utiliza Puntí para buscar la verdad del personaje es un narrador especial, un periodista de 103 años que siguió la carrera de Cugat desde sus inicios y nos va comparando paso a paso lo que dice que pasó con lo que pasó realmente. Este doble de Cugat sirve como una gran herramienta de legitimación del discurso “verdadero” del personaje hasta transferir toda la verdad de Cugat a él. Será el narrador quien viva los cien años que decía que viviría Cugat y quien mimetice su problemática relación con las mujeres. “Por eso digo que esta es una ‘antibiografía’, porque para alguien que inventó tanto de sí mismo para los demás, es irónico que al final alguien se apropia por completo de su vida, en un último acto tanto de homenaje como de venganza”, afirma Puntí.
La novela ganó en 2023 el Premi Sant Jordi, la editó Proa en catalán en febrero de 2024 y Anagrama en castellano (traducción de Rita da Costa) este pasado febrero. Desde entonces, lleva 65 presentaciones del libro, multitud de entrevistas y sabe que nunca podrá escapar del personaje. “Todavía me cuentan cosas de él, es inevitable. Tiene tantas historias detrás que hasta se me han quedado muchas fuera del libro. En Sant Jordi vino un viejo conserje del Ritz y me dijo que entonces se le conocía como ‘El Próstata’, porque siempre llegaba muy apurado al hotel. Es increíble”, asegura Puntí.
Una de las historias que le gustaría retomar de Cugat ni siquiera le tiene a él como protagonista. Su hermano mayor, Francis Cugat, era pintor y fue quien lo invitó a vivir en Los Ángeles. En una de sus exposiciones, Francis Scott Fitzgerald se quedó embobado delante de uno de sus cuadros y le dijo a su editorial que lo quería para la portada de “El gran Gatsby” (1925). Esta es hoy día una de las portadas más icónicas de la literatura, incluso ganando en una encuesta reciente entre diseñadores el premio a la mejor portada de la historia.
Lo cierto es que la familia de Cugat jugó un papel muy importante en su vida. Parecía destinado a ser un prodigio del violín, pero su estrella se quemó pronto. “Su familia se volcó en él. Tenían muchas esperanzas puestas en su talento. Incluso le pagaron una estancia de dos años en Berlín para que progresara, porque la noche de su estreno en el Carnegie Hall fue un auténtico fracaso. La soprano no estaba al nivel y él empezó a moverse por todo el escenario como si fuera un cíngaro. Las críticas fueron horribles. Eso lo transformó para siempre. Al final, decía que prefería tocar ‘Juanita Banana’ y tener una piscina que tocar a Bach y morirse de hambre, pero el dolor era muy profundo”, concluye Puntí. ∎

En los últimos años, y con la irrupción de Instagram y TikTok, el mundo cultural parece haberse limitado a difundir un baile de anécdotas. Solo interesan las historietas cortas asociadas a los grandes nombres o a las personalidades que los rodean, lo que empequeñece y vulgariza cualquier discurso. Es divertido, por supuesto. Viva el espectáculo. Pero ¿la cultura solo ha de ser divertida?
No existe nadie con mayor número de anécdotas asociadas a su personaje que Xavier Cugat. “Confeti”, la novela de Jordi Puntí sobre el músico, corría el riesgo de limitarse a un reel interminable de Instagram sobre historietas con más o menos gracia sobre el megalómano showman, pero lo cierto es que el escritor catalán logra subvertir expectativas e ir incluso más allá del personaje.
Para ello, Puntí usa la figura de un misterioso narrador que ha vivido el ascenso y caída del personaje desde que abandona La Habana para instalarse en Nueva York siendo un adolescente hasta su retiro dorado en el barcelonés Hotel Ritz. Se trata de un periodista de 103 años que consigue vivir más que nuestro querido Cugat y logra mostrarnos la verdad y las mentiras o exageraciones del mito. Su voz será la que el lector dé como verdadera. Tanto es así que el narrador acabará por usurpar por completo al músico sin que el lector se percate directamente de ello.
Aquí radica la grandeza del libro, en que no es una biografía al uso de un héroe, sino una antibiografía sobre las vidas que todos inventamos cada día para nosotros mismos y para los demás con el objetivo de sobrevivir dentro de la deriva existencial que sustenta todo ser humano. De la misma manera que Cugat decía que Caruso lo había apadrinado o que él era el descubridor de Sinatra, exageraciones a la undécima potencia, o sea mentiras, los demás mortales cuelgan fotos de sus viajes o sus encuentros y adornan su realidad para darle valor. Es lo mismo. La novela nos dice que Cugat somos todos.
El músico catalán hizo de sí mismo un personaje hasta que al final cayó en la caricatura. Es el riesgo que todos nosotros podemos caer. El narrador de la novela hace lo mismo, con una diferencia: no nos habla de él, nos habla de Cugat. No sabemos nada o casi nada de la vida del periodista, solo los años que tiene y que cubría información musical. Es este centenario personaje quien acaba por pintar la caricatura de Cugat hasta que vemos horrorizados que dicha caricatura no es más que él mismo, o nosotros mismos, lo que es más escalofriante.
Es, en definitiva, una biografía deconstruida, una obra posmoderna que intenta ir más allá de las ficciones en que todos nos escondemos. Su interés es llevarnos a lo que Cugat nunca explicó, su verdadera intimidad, quién era detrás de las fiestas y el confeti, y si es un personaje redimible o es otro de esos seres repugnantes de una época machista y patriarcal. No hay juicios, solo exposición de las pequeñas realidades que él nunca explicó en sus memorias o en cualquier entrevista. Es decir, la literatura demuestra que la ficción a veces es más verdadera que la realidad y la novela de Puntí nos muestra que la ficción es la única manera de conocer de “verdad” al gran Xavier Cugat. ∎