La línea que separa la historiografía de tricornio y la crónica pop llevaba tiempo pidiendo dinamita. Cascaborra Ediciones –una editorial madrileña especializada en cómic histórico sobre España– coloca la mecha con “Autosuficiencia”, obra que abre una brecha luminosa en su catálogo de cómics históricos sobre poliorcéticas y cañones de avancarga. El salto desde los Tercios de Flandes hasta la penumbra estroboscópica de la movida podría parecer kamikaze; sin embargo, la editorial se parapeta en su interés histórico y se zambulle en los locales de ensayo, donde la reverberación amplifica la precariedad y Eduardo Benavente (1962-1983), el carismático líder de Parálisis Permanente muerto en un accidente de tráfico, elevó su figura a la categoría de mito.
Benavente fue una de las figuras más magnéticas del underground madrileño de principios de los ochenta. Con apenas 20 años, este chico problemático de familia bien se había convertido en el frontman más carismático de la escena post-punk española, combinando la elegancia andrógina de David Bowie con la urgencia nihilista del punk. Su paso efímero pero fulminante por bandas como Alaska y Los Pegamoides y Parálisis Permanente le valió el reconocimiento como uno de los grandes “qué hubiera pasado si…” de la música española. Pareja sentimental de Ana Curra –teclista que compartía su búsqueda de nuevos sonidos–, Benavente logró en apenas dos años de carrera con Parálisis Permanente crear un puñado de canciones que siguen sonando frescas cuatro décadas después: “Autosuficiencia”, “Quiero ser santa”, “Un día en Texas”. Su muerte prematura en 1983, a los 20 años, privó a España de un artista que muchos consideran el David Bowie patrio que nunca fue.
El guionista Juanra Fernández (Cuenca, 1970) encontró en la viñeta el vinilo perfecto para rayar voces de Ana Curra, Ramoncín o Nacho Canut. Su currículo poliédrico –cine, novela, bajo en la banda Das Model– pesa tanto como su devoción por Benavente; cada capítulo respira la cadencia de un documental editado con urgencia fanzinera. La otra mitad del conjuro es el dibujante Julepe (Julio Serrano; Sevilla, 1972). Su acuarela expresionista abraza el claroscuro sin rendirse al ornamento gótico: Malasaña fotocopiada se funde con postales ocre, y el Madrid nocturno adquiere aire de plató de Theo Angelopoulos. Las líneas tiemblan, los lavados recuerdan el polvo de neón en discotecas ochenteras. El formato del libro –cartoné, 96 planchas a color– funciona como libreto deluxe de reedición imaginaria y hemeroteca para arqueólogos del sonido siniestro.
La estructura se pliega sobre sí misma: abre y cierra en la A-68, a la altura de Alfaro (La Rioja), el 14 de mayo de 1983, el accidente automovilístico que truncó la prometedora carrera de Eduardo Benavente. Entremedias, una road movie interior que enlaza Plástico, Pegamoides y Parálisis Permanente. Fechas, setlists y emplazamientos se abren paso con bisturí, mientras late la mirada felina de Eduardo, su gabardina totémica, su genio veinteañero escribiendo epitafios bailables (“Un día en Texas”). El acierto principal es buscar más una narrativa “ambiental” plasmada en ilustraciones a toda página en vez de aventurarse en diálogos ficticios y recreaciones minuciosas. Este último estilo, que hemos visto sobre todo en cómics de Reinhard Kleist como “Nick Cave. Mercy On Me” (2017) o “Johnny Cash. I See A Darkness” (2009), acaban deshumanizando el lado más artístico del proyecto y cayendo en la pura rutina.
No es el caso. Benavente gobierna cada viñeta como espectro fosforescente. La “autosuficiencia” alude menos al single de 1982 que a un credo vital forjado con casetes importadas y noches infinitas en la sala El Sol. Julepe traduce ese mantra en collages de portadas, recortes y bocetos de escenarios sobrios; se huele el humo, cruje la reverb, centellea el estrobo que subraya la oscuridad.
Heroína, egos inflados y desencanto acechan, aunque el guion rehúye la sordidez gratuita y muestra cómo la creatividad metaboliza la penuria. El pulso recuerda al “Bowie. Polvo de estrellas, pistolas de rayos y fantasías de la era espacial” (2020) de Steve Horton, Mike Allred y Laura Allred, con la inmediatez de quien sudó esas melodías obsesivas. El cénit del cómic llega, igual que ocurrió con Paralisis Permanente, con el lanzamiento del primer y único disco de la banda, “El acto” (1982): diálogos rescatados de cuadernos y testimonios orales se funden con planos-detalle de guitarras que parecen retorcer el papel. La diferencia es que esos jóvenes punks no podían saber que tan solo meses después del prometedor inicio en vinilo de lo que apuntaba a carrera legendaria todo terminaría en lágrimas y sangre. Mientras, el cómic genera, con tinta, un bucle de delay: la narrativa regresa, densifica y ennegrece como los hierros del Seat Ronda despedazado en el que se dejó la vida Benavente aquel fatídico día.
“Autosuficiencia” trasciende la biografía ilustrada y se exhibe como ensayo eléctrico en viñetas. Frente a la avalancha de memorias edulcoradas sobre la movida late una prisa punk: rescatar a un creador que vivió, compuso y cayó a velocidad terminal, dejando un legado que sigue preguntando qué significa fabricarse a uno mismo. Los autores suman un héroe caído de la música española para la historieta y demuestra que un cómic puede leerse al compás de un bajo obsesivo y una batería que nunca termina de apagarse.
Esa “extraña energía” de la que hablaba Benavente palpita en cada plancha. Como buen riff post-punk, resulta imposible expulsarla de la cabeza. ∎