Como ocurre en la intrahistoria de todo género de ficción y, de hecho, como ocurre también en la intrahistoria de todo ser humano, al momento de seriedad excesiva que nos lleva a tomarnos demasiado en serio durante la adolescencia le sigue otro momento de encontrar grietas en ese pesado armazón por las que filtrar la ironía. Por las que inocular una distancia que haga posible la primera chispa del humor con la que empezar a reírnos de nosotros mismos. Porque, como nos enseñó Herman Hesse, reírse de uno mismo es la clave para la grandeza del ser humano. Reírse de uno mismo incluso cuando estamos hablando de una cuestión como la diáspora migrante que, a priori, parece recomendar una aproximación desde la gravedad y la sobriedad.
La problemática de los hijos de migrantes, siempre entre dos aguas ante la cultura de la que han huido sus padres y la cultura que los ha acogido, sigue entregando año tras año nuevas Grandes Obras que han sido concebidas precisamente como eso: como Grandes Obras que ofrezcan una mirada totalizante y definitiva sobre la temática. El último ejemplo de lo dicho es la noticia de que “Alimentar a los fantasmas” de Tessa Hulls acaba de ser distinguido con el Pulitzer al mejor cómic de este año 2025. Sin embargo, en el lado opuesto de esas intenciones maximalistas y graves, se encuentran otras miradas que usan el humor y la ironía precisamente para causar incomodidad en quien mira, ya pertenezca este a la cultura de huida o a la de acogida. Incomodar a absolutamente todo el mundo es la intención primigenia de cierta vertiente de la ficción televisiva de los últimos años con cabeceras como “Mo” (en la que Mo Amer borda una autoficción sobre su periplo como refugiado palestino asilado junto a su familia en Houston) o “Ramy” (en la que Ramy Youssef encarna a Ramy Hassan, un joven musulmán de primera generación de origen egipcio que hace malabarismos para encontrar el equilibrio entre su fe musulmana, su esquizofrénica identidad cultural y su azarosa existencia como millennial).
“¡Mártir!” (“Martyr!”, 2024; Blackie Books, 2025; traducción de Carles Andreu), la novela de Kaveh Akbar (Teherán, 1989), se arrima a este último grupo de exploraciones migrantes desde su propio título. Porque, visto desde el ojo occidental adiestrado por las noticias más tendenciosas, este título hace pensar inmediatamente en la figura del mártir como terrorista suicida movido por el fanatismo religioso. Pero nada más lejos de la realidad de esta novela: “Yo solo quiero escribir una epopeya, un libro, algo sobre mártires laicos y pacifistas. Personas que han dado su vida por algo más grande que ellas mismas, sin espadas en las manos”, afirma el protagonista, Cyrus, en una afirmación que bien podría atribuirse al mismo autor.
La frontera entre la ficción y la autoficción se difuminan en esta “¡Mártir!” protagonizada por un chaval que está llegando al final de su veintena con más pena que gloria. Después de dejar el alcohol y las drogas que casi se le llevan por delante, Cyrus tiene serios problemas para encontrar motivos por los que seguir viviendo. Su madre murió en un avión iraní abatido por error por el ejército estadounidense en 1988. Y su padre, que migró a Estados Unidos para darle un futuro mejor a su hijo, falleció justo después de que este entrara en la Universidad, como si solo se permitiera morir tras haber cumplido con su objetivo.
En Indiana, Cyrus sobrevive como puede entre una reunión de Alcohólicos Anónimos y la siguiente, acompañado sobre todo por el que fuera su compañero de cuarto, Zee, y que ahora, además de compañero de cuarto, resulta ser su mejor amigo / amante evitando siempre la palabra amado (porque ya sabes: el pánico al compromiso y a las etiquetas es una parte importante de la esquizofrenia millennial). Mientras mira la vida pasar, escribe poemas en los que explora una identidad iraní sobre la que su padrino en Alcohólicos Anónimos opina lo siguiente: “He leído tus poemas, Cyrus –continuó Gabe–. Y ya entiendo que eres persa: nacido allí, criado aquí... Sé que forma parte de ti. Pero sospecho que has pasado más tiempo mirando el móvil hoy, ¡solo hoy!, que pelando granadas en toda tu vida. En conjunto. ¿Me equivoco? Y, en cambio, ¿cuántas putas granadas hay en tus poemas? ¿Y cuántos iPhones? ¿Entiendes lo que quiero decir?”. Un hostión de realidad que le quita seriedad al punto de partida del libro y resignifica su lectura desde la distancia irónica.
Pero, entonces, ¿cuándo aparecen los mártires en “¡Mártir!”? Pues cuando, ante la futilidad absoluta de su vida, Cyrus decide que quiere morir por una causa mayor que glorifique su suicidio. En un delicioso retruécano, Kaveh Akbar se chotea con sorna del egocentrismo existencialista millennial: querer morirse, pero querer más todavía que la muerte tenga sentido. Querer morir como fin de la precarización socioeconómica de esta generación (y las que le vienen detrás), pero querer más todavía que todo siga girando alrededor nuestro, ser importantes y que los demás admiren nuestra muerte para ungir nuestro ego de la forma más definitiva posible.
Cuando más perdido está Cyrus, sin embargo, en su regazo cae la noticia de que, en un museo de Nueva York, una artista llamada Orkideh ha montado una instalación titulada “Death Speak” en la que hace exactamente lo mismo que Marina Abramović en “The Artist Is Present”. Pero con una particularidad: se está muriendo de un cáncer terminal y pretende pasar hasta su último aliento charlando con los visitantes. Acompañado de Zee, el protagonista se dispone a visitar a Orkideh en la Gran Manzana en uno de esos sinsentidos que son una bomba de relojería literaria: Cyrus intenta darle sentido a la muerte absurda de su madre a través de las charlas con una artista que ha conseguido darle sentido a su muerte a través del arte. Porque, por cierto, la capacidad del arte para trascender el tiempo es una de las grandes preocupaciones del libro.
Con un estilo refrescante, a veces poético e incluso onírico, pero siempre alérgico a cualquier tipo de culteranismo, Akbar trenza en su novela tres líneas narrativas diferentes: la de Cyrus, desde la tercera persona; una serie de capítulos enfocados desde la primera persona de otros personajes como Zee, Orkideh, Ali (el padre del protagonista) o Arash (su tío); y un conjunto de conversaciones imaginarias loquísimas entre famosos y conocidos de Cyrus (una táctica que el protagonista confiesa haber usado en la infancia para forzarse a dormir cuando tenía insomnio). A todo esto hay que sumar pequeños extractos del libro en el que Cyrus está explorando su obsesión por la figura del mártir, elocuentemente titulado en su borrador como “LIBRODELOSMÁRTIRES.docx”.
Los meandros de esta estructura van sembrando muchas preguntas a su paso: ¿están los capítulos de otros personajes escritos por Cyrus en un intento de comprender a las personas importantes en su vida? ¿Cuál es el sentido real de las conversaciones de los personajes del libro con Lisa Simpson, Donald Trump y Rumi, entre otros? ¿Es entonces “¡Mártir!” la novela final escrita por Cyrus? Al final de todo, las respuestas a estas cuestiones no pueden dar más igual. Porque, al girar la última página, puedes verte tentado a pensar que la intención de Akbar es firmar una ficción tan fragmentada como la psique del siglo XXI en la que se reflejen tanto la esquizofrenia millennial como el sentimiento de no pertenencia a ningún lugar (ni el de procedencia de los padres ni el de crianza de los hijos) habitual en los hijos de migrantes. Y todo eso está ahí. Pero también hay mucho más. Porque, sobre todo, lo que habita “¡Mártir!” –que fue finalista del National Book Award– es esa vida misma que nunca es certera, sino dispersa e intangible. Esa vida misma que se nos escurre de las manos cada vez que intentamos explicarla con un lenguaje que, Kaveh Akbar lo sabe y escribe sobradamente sobre ello, nunca será suficiente para una tarea de semejante envergadura. ∎