Este menda se ha ganado un lugar privilegiado en la web “Does The Dog Die?”. Hay que tenerlos muy cuadrados para, en un contexto tan piji-moñas resentido, descorchar una novela con un tío arrastrando un perro muerto. Con sus cabezazos contra las esquinas de las escaleras al bajar el cadáver detalladamente explicados y todo. Bien es cierto, sin embargo, que Kiko Amat (Sant Boi de Llobregat, 1971) nunca ha escurrido el bulto. De todos los topos que asoman en la literatura nacional, Amat se ha embadurnado bien la facha de lubricante impidiendo que se le quede de acelga.
Dirán las viperinas lenguas que el escritor catalán ha sorteado el aquelarre woke, correctísimo de contenido y acentuado en la prescripción médica contra la barbarie cultural, dado que sus personajes siempre patetizan a las clases dominantes, los fenotipos dominantes, las orientaciones sexuales dominantes… Vamos, que se ha jugado la carta de la bordería en los territorios correctos. Lo cierto es que Amat, y lo vuelve a demostrar con “Dick o la tristeza del sexo”, es un malabarista de los márgenes que lo mismo te esputa la mugre de unos que de otros. Su “políticamente incorrecto” –Dios, qué repugnancia de expresión– pasa por democratizar la incomodidad. Por provocar a todo aquel que haya tenido un amigo, una situación extrema, un desliz drogadicto o una madre, en el caso de “Dick”. No me vendrá nadie a cuestionar que desvirgar el primer acto de una novela con las pulsiones incestuosas del protagonista no es una provocación colectiva. ¿A que no?
Porque así comienza Amat a profundizar en el arco de su personaje Franki, y su alter ego Dick: “Un galán espacio temporal que vive todo tipo de experiencias lujuriosas a través de los siglos”, con incómodos guiños a la belleza de su progenitora. La novela va fluyendo así entre tres espacios: la vida de Franki, los delirios sexo-euforizantes de Dick y escuetos párrafos sobre cuadros psicológicos de un tratado de psicopatía sexual del siglo XIX. Parece mentira, lo sé, pero así es, Amat consigue fusionar los tres. No es plan aquí desvelar la trama. Lo del padre profesor y la madre modelo y los abuelos medio fascistoides y el colega priápico con cerebro de glande que instruye a Franki. Son asuntos que merece desvelar solo el lector.
En cambio, cabe dejar asomar aquí la crítica tan clara que Amat pertrecha contra la masculinidad ideal. Un cuadro caricaturesco de revienta-coños sin lacrimales, con poco que ver en la realidad con Humphrey Bogart y mucho con un gañán que se rasca las gónadas compulsivamente. Y lo hace con facha de gustirrinín momentos antes de compartirlo con el público presente. Oh, pero lejos de querer confundir a los aquí lectores, esta novela no va a poner cachondo a nadie. A nadie sin serias taritas mentales, vaya. Los espacios que Amat dedica al sexo son una forma de despiojar la solemnidad, de forcejear con el melodrama, invitando a una sordidez ridícula y muy risible. En cuanto al estilo, el escritor mantiene su realismo sucio afrancesado, de frase corta y párrafo oxigenado. Pero, a gusto de quien critica, siento en “Dick” una mejoría. No sé, hay una elegancia subterránea en toda esa autopsia a la frustración sexual púber que percibo mejor lograda que otras novelas. Puede que solo sea porque he descargado risas muy a gusto. Y eso le dulcifica la lectura a cualquiera. ∎