Una discoteca sin nombre, en París. Gente que vive de noche. Un relato concentrado a lo largo de 25 años, desde 1979 hasta 2004, los sábados noche en la discoteca. Una enigmática mujer interpretada por Béatrice Dalle decide quién entra y quién no. Es, además, la narradora, la que nos relata la historia de May y John, una muchacha extrovertida y un joven extraño y en apariencia introvertido. John está convencido de que acontecerá algo excepcional que le cambiará la vida. Hasta que eso no ocurra, nada de lo que le pase tendrá mucho sentido. Lo único que lo tiene es haber conocido a May, a la que convence para que espere junto a él, cada sábado en la discoteca, la llegada del acontecimiento al que a partir de ahora se referirán como “la cosa”. Conversan constantemente sobre la cosa en cuestión: puede ser una herencia, una obra de arte o algo absoluto. Ninguno de los dos sabe cómo es la vida del otro fuera de la disco, así que todo su mundo queda concentrado en el local. De May conocemos al menos algunas amigas y una promesa de novio, tampoco mucho más. De John, nada.
“La bestia en la jungla” (2023; se estrena hoy) adapta la novela del mismo título escrita por Henry James en 1903. Es una adaptación fiel a la premisa del acontecimiento esperado que une a los dos protagonistas, pero obviamente cambia el contexto, el decorado, la época. Lo mismo ha hecho Bertrand Bonello en “The Beast (La bestia)”, filme que se estrena en salas a finales de este mes y que versiona con más libertad aún el espléndido texto de James llevándolo a los dominios de la ciencia ficción.
Bonello cuenta la historia en tres tiempos que van alternándose (1910, 2014 y 2044), y el austriaco asentado en Francia Patric Chiha hace algo parecido aunque en orden cronológico y convirtiendo el relato en un documento de los hábitos estéticos y las músicas de baile en esos 25 años. Por momentos, la trama urdida por James parece una simple excusa para tratar la evolución desde la música disco al techno (con temas compuestos expresamente por Dino Spiluttini y el tándem Yelli Yelli-Florence Charissoux, nada de grandes éxitos de las pistas de baile). En otras situaciones, el efecto musical queda en un segundo plano para centrarse más en las abstractas emociones de los personajes, muy francés en todos los sentidos: “El amor también supone el fin del amor”, le suelta John a May en uno de sus momentos de melancolía a lo Baudelaire. “Me encanta cuando la vida se parece a una novela”, le dice ella como si se tratara de la lejana y olvidada película fantacientífica de Alain Resnais “La vie est un roman” (1983).
El principal problema del filme radica precisamente en la escasa soltura con que el director armoniza los dos conceptos. La idea es buena, actualizar a Henry James mientras revisa una de las culturas musicales más potentes tanto en su carácter estrictamente hedonista como en el social, pero hay algo que falla en el mecanismo y la película se avería por momentos.
El local es importante, por supuesto, una discoteca siempre espaciosa, jamás abarrotada en su pista de baile, un lugar ideal para concentrar una forma de vida real (la cultura de club) y una aventura fantasiosa, lejos de esa misma realidad. La música juega distintos papeles. El filme arranca con una secuencia ambientada en Las Landas a finales de los sesenta, una noche de verano en un aparcamiento convertido en el escenario de una fiesta popular. Allí se entrevieron por vez primera May y John. Chiha filma la secuencia con textura de Super 8 y el formato cuadrado que ha vuelto a ponerse de moda, el 1.37:1, el habitual del cine en los años treinta. Luego la acción se encuadra en ancho (1.66:1), colores más tenues o brillantes según los estados de ánimo de cada sábado noche en la discoteca y la misma evolución de los estilos musicales para bailar. Solo en un momento desaparece del espacio sonoro la música disco: dejan de escucharla cuando se encuentran en los baños del local, y lo que oímos, nosotros y ellos, es el preludio del “Lohengrin” wagneriano que surge de la modesta radio del encargado de los lavabos.
El relato avanza inexorable. En algunas ocasiones se señalan las fechas porque coinciden con el Año Nuevo: 1979, 1986, 2000. Pero, en general, el paso del tiempo se expresa a través de acontecimientos concretos: el triunfo en las elecciones presidenciales francesas de François Mitterrand (1981), la muerte de Klaus Nomi (1983), el auge del sida (en los ochenta), la caída del Muro de Berlín (1989) o el atentado terrorista a las Torres Gemelas neoyorquinas (2001). Hay situaciones interesantes y otras que no acaban de ser explotadas. John, por ejemplo, no tiene dinero para la consumición en la escena del rencuentro en la discoteca diez años después de la fiesta en Las Landas. Las últimas monedas que tenía se las gastó comprándole a una prostituta su jersey de angora rojo para poder entrar en el local. Escenas después, cuando salen juntos por primera vez a la calle, la noche de la victoria de Mitterrand, caminan en dirección a los festejos pero vuelven a aparecer en la puerta de la discoteca, como si la calle fuera un bucle y no se pudiera salir nunca del lugar en el que ocurre todo. “La bestia en la jungla” es una película dispersa pero repleta de buenas ideas. ∎