Serie

La feria del renacimiento

Lance Oppenheim(miniserie, Max)
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La idea de que “si Shakespeare estuviera vivo, escribiría para ‘Los Soprano’” ha resonado en el mundo televisivo desde que el periodista George Anastasia la popularizara. Jordi Balló y Xavier Pérez la matizaron y desarrollaron en su ensayo “El mundo, un escenario” (2015), señalando que la televisión moderna vivía su “era shakespeariana”. Un planteamiento que servía como elemento reivindicativo, otorgando prestigio a las series –ya se sabe, un medio tratado como menor hasta no hace tanto, casi del mismo modo que el teatro se retorcía en el barro como el entretenimiento de la plebe en la Inglaterra isabelina– y fácilmente rastreable en muchas obras televisivas, más cuando la aparición de una serie como “Succession” ponía sobre la palestra las artimañas del Bardo en un contexto de posverdad –ya me sabe mal usarla en 2024, pero quedaos con la palabra–, tanto histórico como audiovisual, para erigirse como la verdadera cumbre de esta supuesta era.

Hecho el prólogo, ahora preguntémonos qué pasaría si Shakespeare, en lugar de encerrarse en una writer’s room para ponerse a fabular, saliera al exterior y se nutriera de los dramas y las bajas pasiones engendradas por el capitalismo tardío, de esos personajes de carne y hueso que nos regala una realidad que ya viene (casi) escrita y que parece esforzarse cada vez más en imitar tragicomedias empaquetadas siglos atrás. Eso es lo que la miniserie documental “La feria del renacimiento” (2024) viene a proponer disponiendo sobre su tablero las piezas que una premisa tan idóneamente shakesperiana le ofrece: un plan de sucesión en la feria medieval más grande de los Estados Unidos, con un dramatis personae compuesto por el Rey George –el fundador y propietario de la feria desde hace cuarenta años, un viejo verde multimillonario cortado a imagen y semejanza del espíritu de Donald Trump que desea vender la feria para poder jubilarse y así dedicarse a su jardín, a su lavabo de estilo rococó y a una hipotética compañera amorosa, que busca en páginas de sugar daddies–, los dos aspirantes al trono, el honesto e ingenuo lameculos Jeff Baldwin –el gerente de la feria, autodenominado Mano del Rey, antiguo actor de método cuya misión autoimpuesta es mantener la magia viva– y el confabulador Louie Migliaccio –el Señor del Maíz, tiburón neoliberal con la ambición de comprarle la feria a George–, además de secundarias de lujo como la arribista Darla Smith postulándose como contendiente en la sombra o Brandi Baldwin, directora de interpretación y esposa de Jeff que se desdibuja como Lady Macbeth, resignada a beber cerveza y mirar partidos de béisbol. Así como toda una serie de súbditos verdaderamente entregados al culto a George, ya sea por miedo, necesidad, interés o genuina devoción y servidumbre –delirante la figura de Victor, un pobre chico que lo ayuda a llevar sus páginas de citas, con el increíble apodo de The King’s Scroller, o el Rey del Ratón en su también inspirada traducción al español–. Todo personas reales que mediante la realización del documental sufren, o más bien abrazan, un proceso de estereotipación.

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Sin pocas sutilezas y una brocha gorda que no deja de ser sui géneris en su retrato de la Feria del Renacimiento de Texas, la mirada del director Lance Oppenheim parece flanderizar todo aquello que enfoca. La teatralidad del asunto, como decíamos, viene dada de antemano. Pero a partir de aquí el hechizo está en cómo la óptica del documental acentúa y caricaturiza unas situaciones en las que el Rey Lear parece vampirizado por las ambiciones expansionistas de Walt Disney, donde la fantasía multicolor de Willy Wonka se ve enturbiada por la banalidad de un Logan Roy con espada de plástico y el pretendido mundo de pura imaginación en el que creen vivir tanto los trabajadores como los asistentes de la feria no para de golpearse con una realidad llena de vulgaridad, mediocridad y decadencia, por muy reluciente que sea la corona. En última instancia, Shakespeare queda reducido a uno de esos muñequitos que mueven la cabeza en los salpicaderos del coche, arrollado por el ritmo que imponen señores feudales a tope de Red Bull o el desencanto escondido bajo gorras de los Astros de Houston. Queda apartado a la triste mesa del fondo de un Olive Garden, en la que la gran duda existencial del protagonista no es “ser o no ser”, sino la incógnita por los pechos de su cita: ¿naturales u operados?, esa es la cuestión.

La serie avanza en sus tres episodios a partir de la trama de sucesión que acontece en esta anacronía fantasmal que es la feria y sus alrededores, con intrigas “palaciegas”, puñaladas por la espalda, súplicas desesperadas, gatillazos económicos y liderazgos de cartón piedra, con la ya mencionada herencia shakesperiana –en la estructura, el tono tragicómico, la coralidad de personajes o el gusto por los antihéroes– vendiéndose en este sentido como una mezcla de “Succession” y “Tiger King”. Eso sí, sin llegar ni por asomo a lo afilado de la primera ni a la excentricidad de la segunda.

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Su reino también se construye a partir de otros dos pilares. Uno, el documental en un sentido puramente sociológico, de descubrir cómo es una feria de estas características y cómo despliega sus garras a lo largo y ancho de toda una comunidad: hace unos veinte años George propulsó la ciudad de Todd Mission, un lugar en el que dar vivienda a los trabajadores, y del que se erigió como alcalde permanente para beneficio comercial de la feria –“En Todd Mission se encargan de las cosas que la fantasía olvida”, se comenta de forma muy esclarecedora–. Además, se aborda también el fenómeno de los parques temáticos como “una vuelta al pasado que toca la fibra sensible de la gente”, el eslogan siempre al pie del cañón. Imposible no pensar en David Foster Wallace y sus cartografías de esa forma de vida estadounidense con querencia por lo XXL, en sus hilarantes observaciones de una feria del bogavante o su inmersión en la rutina vacacional de un crucero monstruoso. Aunque debido a la corta duración del documental, todo el contexto termina quedando simplemente como un fascinante matte painting anímico al que uno querría poder acercarse aún más para descubrir el trampantojo. Al final, la feria no es otra cosa que un telón de fondo, delirante de por sí, sobre el que empezar a desdibujar la realidad.

Y aquí entra el otro gran cimiento, el de la forma. ¿Hasta qué punto se puede considerar que estas imágenes son documentales? Sus montajes paralelos llenos de carga dramática, sus voces en off con pretensión de monólogo, sus planos cortos de miradas spaghetti wéstern, su score lleno de gravedad –momento banda sonora del musical de Shrek al margen–, su fotografía alucinada y pastelosa o, sobre todo, la inevitable sensación de que hay momentos o conversaciones imposibles de captar a menos que estuvieran planeados de antemano sugieren una orquestación que va mucho más allá de la mera dramatización de hechos reales de la que cualquier documental se puede servir sin por ello dejar de apelar a una cierta esencia de verdad. Aquí hay una puesta en escena más próxima a los terrenos de la ficción, una mirada quijotesca que combina deliberadamente lo real y lo ficticio, tanto en lo que retrata como en cómo lo hace. Un documental que ansía escapar de las restricciones formales del género tanto como los asistentes de la feria desean olvidar lo mundano. Una serie que, como George, se hipnotiza a sí misma.

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Posverdad, sí, pero “La feria del renacimiento” va tan de cara en la creación de un mundo propio, en su autorrepresentación, que la legitimidad o no de las imágenes pasa totalmente a un trivial segundo plano. Producida por los hermanos Safdie, aquí las bisagras entre ficción y realidad que se abrían y cerraban en “Telemarketers” –docuserie también con su huella en la producción– parecen engrasadas con un objetivo principal en mente: generar una fábula a partir de las reuniones de George, las llamadas de Louie o las dudas de Jeff. Inventar una tragedia basada en una venta empresarial. Ficcionar lo real mediante el retrato hipertrofiado de un personaje sin miedo a censurarse o ser censurado, cuyo narcisismo nos abre las puertas del castillo y nos permite contemplar la decadencia de un reino, los Estados Unidos, y las pulsiones megalomaníacas sobre las que ha sido forjado. Un cosplay televisivo que actúa como grito antimonárquico contra un poder y un sistema capitalista que, incapaz de ceder el trono, ya se deja él solo en evidencia. “Antes interpretaba al Rey, ahora solo soy un viejo cachondo”, le dijo George a Oppenheim al inicio del rodaje. Como metáfora y barómetro del país de las barras y las estrellas, no está nada mal. ∎

Documental en fuga hacia la posverdad.
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