La historia de Souleymane

Varios días en la vida de Souleymane Sangare, un refugiado guineano en París que pedalea día y noche por la ciudad, repartiendo pedidos de todo tipo, mientras espera obtener el permiso de residencia. “La historia de Souleymane” (2024; se estrena hoy) se acoge al modelo de un determinado cine social francés instaurado por, entre otros, los hermanos Dardenne, pero más adscrito al debate ético que a la invención fílmica. De hecho, los modos visuales de la película son cercanos a los de títulos de los cineastas belgas como “Rosetta” (1999), pero sin llegar a los mismos extremos de radicalidad narrativa: hay que filmar al personaje muy de cerca, seguirle cámara en mano de espaldas mientras se mueve nervioso por los espacios urbanos, comunicar mediante el montaje un ritmo agitado como agitada es la existencia de alguien que sobrevive como puede mientras espera, ansioso, el asilo en una Europa que no es precisamente clemente con aquellos que llegan procedentes de territorios hostiles o míseros.

Nada nuevo, o muy novedoso, en este sentido. El interés del filme de Boris Lojkine reside, como ocurre habitualmente en propuestas de estas características, en la determinación a la hora de filmar personajes que pertenecen a la ficción, pues toda película lo es, pero que surgen de la realidad representada ante la cámara: el actor que interpreta al protagonista se llama Abou Sangare, un guineano de 24 años que se fue de su país cuando tenía 16 y recorrió kilómetros de tierra y mar para acabar instalándose en Amiens tras una breve estancia en esa misma ciudad de París que le fue tan hostil como lo es al personaje que encarna en la película. ¿Lo encarna o es él mismo con el nombre ligeramente cambiado? Abou se matriculó en bachillerato profesional y obtuvo el título de técnico superior como mecánico de vehículos. Souleymane gana lo justo para vivir repartiendo pedidos a domicilio. Son experiencias y ejercicios de supervivencia distintos que parten de la misma raíz: el éxodo, buscarse la vida en un mundo distinto, enfrentarse a la burocracia, la explotación laboral y el racismo.

Abou, el actor no profesional, cumple ante la cámara porque no deja de representarse a sí mismo, y esto siempre cotiza en el mercado de los premios: ganó el galardón al mejor actor en la sección Un Certain Regard del festival de Cannes de 2024, y el mismo premio en el certamen de Gijón. La ficción y la no ficción se entrecruzan en el dispositivo, aunque, pese al talante documental que esgrimen este tipo de películas, se impone lo primero. Destaca en el relato el proceso de asimilación que Abou debe llevar a cabo para conseguir el permiso de asilo, y eso marca su agitación constante tanto como las carreras vertiginosas en bicicleta, los encuentros con la policía o los choques con clientes inclementes. Durante todo el metraje se prepara para explicar de manera convincente (y dramatizada) lo que le pasó en su país natal, es decir, dar detalles violentos, exagerar lo que no deja de ser una representación. Debe convencer a quien lo entreviste de que se afilió al UFDG (Unión de las Fuerzas Democráticas de Guinea), aunque no tiene ni idea de lo que representa este partido político. Se trata de crear una nueva realidad, una auténtica ficción, que no deja de basarse en su propia realidad como exiliado de un país africano en conflicto. Por cierto, la mujer que lo entrevista en la oficina francesa de protección a los refugiados está interpretada por Nina Meurisse, que fue la madre-fantasma de “Petite maman” (Céline Sciamma, 2021) y ya protagonizó para Lojkine “Camille” (2019), sobre la fotoperiodista Camille Lapage, que murió en 2014 cuando cubría los conflictos en la República Centroafricana. Son dos filmes que se complementan, la historia de un africano que busca asilo en Europa y la de una europea asesinada en África. ∎