El cómic latinoamericano está atravesando un momento muy interesante en lo creativo. Tras un período de crisis entre comienzos de los 90 y el inicio de la década de los diez del siglo XXI, muchos de sus mercados más potentes se han reinventado en otro paradigma muy diferente al de las revistas de quiosco que sustentaron su edad de oro: el de la novela gráfica. Incluso en otros países sin tradición de cómic popular están apareciendo interesantes escenas locales e incluso pujantes circuitos de autoedición y fanzines. Pese a la falta de medios económicos que caracteriza a alguno de estos mercados, la efervescencia creativa y el talento de jóvenes valores educados artísticamente en un mundo global nos permiten hablar de una nueva ola de cómic latinoamericano, donde prima la variedad de enfoques y el contraste entre los temas locales y el alcance universal. Si por algo se ha caracterizado la novela gráfica contemporánea es precisamente por desligarse de los géneros tradicionales y comenzar a explorar los terrenos de la no ficción y el costumbrismo. En esa línea, resulta más sencillo romper con la influencia de mercados más potentes. En el caso de América Latina, principalmente hablamos del influjo estadounidense, muy presente en determinadas publicaciones que, desde los años 90, han imitado el estilo del cómic de superhéroes. Pero en la última década ha emergido un cómic latinoamericano de múltiples voces, que aborda el pasado y el presente, las problemáticas políticas y sociales, tanto desde el ensayo gráfico o el reportaje como desde la autobiografía más íntima, sin dejar de lado la ficción más o menos pura e incluso la experimentación.
También en los últimos años, al fin el mercado español comienza a abrirse a parte de las obras producidas en Argentina, México, Colombia, Chile o Brasil. Pese a los evidentes vínculos culturales y lingüísticos, el lector, o quizá deberíamos decir las editoriales, se han mostrado reacias a esta nueva ola, y el cómic latinoamericano ha sido, grosso modo, sinónimo de Oesterheld, los Breccia, Trillo y el resto de autores que conformaron el boom argentino de cómic adulto en la segunda mitad del siglo XX. Pero la inclusión de nuevos autores y autoras de América Latina es cada vez mayor y está más integrada en el mercado, no solo por la presencia de artistas afincados en nuestro país, como los argentinos Jorge González y Darío Adanti o el peruano Martín López Lam, sino también por la publicación continuada de autoras como la colombiana Lorena Alvárez o las argentinas Sole Otero y María Luque. En este 2022 han llegado a España varios cómics latinoamericanos que merece la pena repasar.
Pero si puede encontrarse un punto de arranque de esta nueva ola –o, al menos, de su difusión internacional–, ese no puede ser otro que “Virus tropical” (2011; Sexto Piso, 2019) de Paola Gaviria, alias Powerpaola (Quito, 1977). El marketing, casi siempre perezoso, bautizó esa obra como “el ‘Persépolis’ latinoamericano”, equivocada etiqueta que no hace justicia a la personal voz de Powerpaola ni acierta con su referente e inspiración, que hay que encontrar, más bien, en la figura de la canadiense Julie Doucet. “Virus tropical”, llevada al cine animado en 2017, inició un interesante camino que ha sido clave para muchas jóvenes autoras del continente y especialmente de Colombia, donde Powerpaola vivió en su juventud. Se ha publicado en España su nuevo libro, “Todas las bicicletas que tuve” (Sexto Piso, 2022), un conjunto de piezas de diversa extensión que tienen en común la presencia de la bicicleta, de las muchas bicis que Powerpaola ha tenido a lo largo de su vida. Bicicletas robadas, perdidas o estropeadas pero que dejan una huella y permiten conformar una peculiar cronología emocional y subjetiva, que es también un mapa vital que abarca Quito, Cali, Medellín o Buenos Aires, entre otras ciudades en las que la autora ha residido. La bici es un símbolo de libertad y de independencia, si bien es también testigo de desengaños y amarguras. Powerpaola está construyendo una biografía personal e íntima, pero en sus relatos hay siempre un poso social, especialmente veraz gracias a su capacidad para reproducir el diálogo naturalista. Pero, sin duda, el elemento clave para que esa intimidad funcione está en el dibujo, de envolvente tintas aguadas, puntualizadas con colores en momentos específicos, a los que otorgan un claro valor emocional. El libro atrapa desde la primera página, pero destaca el capítulo “La mountain. 1992-1995”, un relato de amistad adolescente perdida contado en segunda persona –dirigido a la antigua amiga– en el que Powerpaola demuestra su excelente pulso narrativo, metiéndose de cabeza en un terreno abonado para los tópicos y la cursilería y saliendo de él no solo airosa, sino triunfante.
Al igual que en “Todas las bicicletas que tuve”, en “Escucha, hermosa Márcia” (2021; Astiberri, 2022; traducción de Mercedes Vaquero) la ciudad cobra una gran importancia. Su autor, Marcello Quintanilha (Nitéroi, 1971), es quizá el mayor exponente internacional de la novela gráfica brasileña, y sus thrillers –“Tungsteno” (2014; La Cúpula, 2014) o “Talco de vidrio” (2015; La Cúpula, 2016)– son muy valorados en Francia o España. En esta nueva obra el crimen también está muy presente, pero el tono es mucho más costumbrista. Sustentado en un cambio de estilo que introduce un interesante color no naturalista, este relato centra su atención en una relación madre-hija, en el entorno de las favelas de Río. Quintanilha construye un personaje potentísimo en la figura de Márcia, la madre, fuerte y frágil al mismo tiempo, y lo contrapone de un modo muy realista a su hija Jacqueline, más parecida a ella misma de lo que querría reconocer, pero que ha tomado un mal camino al relacionarse con las bandas de traficantes locales: salida fácil, y para muchos inevitable, de la miseria. En “Escucha, hermosa Márcia” hay policías corruptos, bandas peligrosas y víctimas inocentes, pero también hay espacio para la solidaridad entre vecinos, las buenas acciones y, en última instancia, para la redención. Contado con un magnífico pulso y un ritmo narrativo modulado impecablemente, que sube y baja de forma muy medida, el relato brilla por la frescura de los diálogos, la humanidad y complejidad contradictoria de sus personajes y el expresivo dibujo de Quintanilha. Que ha hecho, quizá, su mejor trabajo en esta historia de amor pese a todo, de fuerte impronta local.
Más desconocido todavía que los anteriores autores, el mexicano Emmanuel Peña (Tula, 1987) fue, sin embargo, ganador del I Premio PANG! de novela gráfica con “El tlacuache” (Aristas Martínez, 2022), un cómic en el que la ciudad es, de nuevo, un componente fundamental de la historia. No es de extrañar, ya que una de sus anteriores obras, “Nada aquí” (2016; Malpaís Ediciones, 2019), era un mapa del centro de Ciudad de México atravesado por las trayectorias de diversos personajes. En esta nueva obra el protagonista es solo uno, pero sus desplazamientos por la descomunal ciudad se apoyan en una cuidada representación del entorno urbano por parte de Peña, cuyas acuarelas lo conforman como un espacio habitado y vivido, más emocional que físico. Ese color, que también alcanza a los personajes secundarios, contrasta con la figura sintética y en blanco y negro del protagonista, un actor que se busca la vida como vendedor de seguros. Sus fracasos iniciales le hacen adoptar una extravagante táctica: asume que está interpretando un personaje y, como las zarigüeyas –o tlacuaches, en México–, finge estar a punto de morir. Así sus clientes se apenan y contratan los seguros de vida. Mientras intenta encontrar la forma de estrenar un monólogo teatral basado en el guion escrito por un viejo amigo, el actor se ve envuelto en una cadena de situaciones provocadas por su súbito éxito, que lo hace ascender rápidamente en la empresa. Así, “El tlacuache” se acaba convirtiendo en una sutil crítica de la mentalidad empresarial neoliberal y más concretamente del coaching y el concepto de liderazgo, aunque su protagonista, a nivel personal, se mueva en una ambigua zona entre la supervivencia dentro del sistema y su rendición a este.