En uno de los apuntes más certeros del libro “The Time Of My Life” (Blackie Books, 2016), Hadley Freeman lamenta que el Hollywood actual haya eliminado la condición de clase como un rasgo que define y explica por qué algunos de los personajes actúan como actúan o tienen los conflictos que tienen. En el cine de consumo estadounidense de los ochenta, este aspecto pecuniario/social siempre estaba presente incluso en géneros aparentemente ligeros como la comedia o las
teen movies... o en filmografías supuestamente superficiales como la de John Hughes (el gran creador de, claro, comedias
teen 80s).
Si no es desacertado considerar que
“Lady Bird” (2017; en España, 2018) es “La chica de rosa” (John Hughes, 1986) de estos tiempos (una comparación astuta que muchos han señalado) es, en parte, porque, en su debut como directora,
Greta Gerwig no esquina el aspecto monetario que condiciona tanto el presente como el futuro de su protagonista. “Lady Bird” no es, pues, otro
coming of age extravagante a lo “Ghost World” (Terry Zwigoff, 2001), ni otro relato sobre descubrimiento y aceptación de la diferencia durante la juventud. Aun siendo un filme de trazas indies muy indies (o quizá no tanto: sus cinco nominaciones a los Óscar denotan otro alcance), incluye un discurso parecido al de aquellas entrañables
teen movies en las que chicos y chicas protagonistas construían su identidad luchando contra algo más que las afinidades electivas del instituto: también se rebelaban contra el determinismo de clase.
Entre broncas maternas y amistades femeninas escindidas (la trama prefiere poner la tilde en estos dos aspectos más que en un noviazgo fatal), el personaje de Lady Bird planta cara a todo lo que la vida adulta parece esperar de ella. Y así es como la directora nos confiesa y detalla el camino que empezó a recorrer antes de ser musa del mumblecore, antes de ser Frances Ha y antes de ser Greta Gerwig. ∎