Los personajes de los directores y guionistas Javier Barbero (Madrid, 1980) y Martín Guerra (Lima, 1979), que van desfilando por los primeros minutos de “Los bárbaros” (2024; se estrena mañana), serían como esa hierba que crece entre los adoquines: no debería estar ahí y, sin embargo, su florecimiento es inevitable. Un guardia de obra (Àlex Monner) que se queda sin trabajo, pululando como un fantasma entre los cimientos de hormigón de lo que debía acoger a familias enteras en sus viviendas. Una cajera de supermercado (Greta Fernández) hastiada de su pareja, un joven peruano, alocado, soñador y oportunista (Job Mansilla) que transita los márgenes del capitalismo. Una camarera polaca (Eliza Rycembel) de un bar de mala muerte, con un jefe autoritario y muchas ansias de escapar. Casi dos décadas después del colapso de la burbuja inmobiliaria y la llegada de la crisis económica mundial, la cinta, que pasó por el Festival de Sevilla, recuerda el hastío de una juventud sin recursos cuando el mundo parecía haberse paralizado.
Esa letanía ambiental, en la que los días parecían transcurrir sin más estímulo que el caer de las hojas del calendario, es la que acaba afectando al relato de la propuesta de los realizadores. Una quietud con ciertas influencias del color y el humor del Aki Kaurismäki más sobrio que se aposentan sobre los conflictos que atravesaron a la sociedad en aquellos fatídicos momentos: desde la precariedad laboral hasta la escasez habitacional, así como una inmigración baldía, donde las cosas no parecen irle mucho mejor a Marco (Mansilla), voz cantante de este extravagante grupo que acaba conviviendo en la intemperie de una estructura sin paredes. Especialmente él tiene algo de generación perdida, o al menos de un beat contemporáneo, en sus devenires de supervivencia y su máxima de evitación del esfuerzo. Un Dean Moriarty (el compañero de andanzas de Jack Kerouac) sin viaje, pero con arraigadas ideas de hacerse con todo aquello que le sirva para seguir su movimiento adelante, aunque sea robando o parasitando la confianza de los de su alrededor.
Quizá “Los bárbaros” contenga más de una verdad con aquello de que “el trabajo mata”. La película dispara, a diestro y siniestro, críticas al sistema que permitió el cataclismo a través de un paisaje de extramuros, descampados y grúas por doquier. Pero también lanza interesantes críticas a la inacción humana, así como obliga a comparar aquellos días negros con la realidad actual de los fondos buitre, la vivienda turística y la gentrificación. Si la crisis de 2007-2008 supuso una oportunidad de evolución en los derechos sociales o un cambio en las dinámicas políticas y ecológicas, viendo “Los bárbaros” uno podría pensar que ese tren pasó de largo. La historia sigue las torpezas de sus protagonistas casi como si de una obra de teatro se tratase (ámbito del que provienen los creadores), depositando sobre el espectador un halo de desesperanza ante la inevitabilidad de caer en los mismos errores, tanto individuales como sociales.
Es de suponer que, por ello, “Los bárbaros” se queda sin una chispa revolucionaria. Frente a la decadencia de su conflicto, los protagonistas optan por un limbo emocional. Uno de ellos, concretamente, menciona la experiencia de entrar en una especie de ensimismamiento, un trance meditativo con el que bloquear los sentimientos, el tiempo, el mundo. Pero a algunos de estos pobres desgraciados la vida les seguirá arrollando a su antojo, si no acaba imponiéndose la voluntad. “Los bárbaros” es, a fin de cuentas, un libre albedrío comedido, una ausencia de soluciones y un nihilista mensaje sobre lo que pudo ser y nunca fue. ∎