Una voz que imita a Andy Warhol incluso mejor de lo que jamás podría hacerlo el propio Warhol es en sí el mayor y más fidedigno de los artefactos warholianos. En “Los diarios de Andy Warhol” (2022), el artista estadounidense lee su propia vida en primera persona tal y como se la dictó por teléfono a Pat Hackett desde 1976 hasta su muerte once años más tarde. Nada más empezar la teleserie de ritmo pausado, estructura entre circular y perezosa, cotilla sin exagerar e imprecisa hasta la desesperación (puro Warhol), se aclara que lo que se escucha es el resultado de un programa de inteligencia artificial, no la verdadera voz del protagonista. El director Andrew Rossi, con permiso de los herederos de la estrella pop art, imagina cómo sería recrear un testimonio que no existe y, en su atrevimiento cerca del delirio, acierta como nunca nadie habría sospechado a ser Warhol sin serlo y, así, a ser más verdaderamente Warhol de lo que el Warhol vivo –que en su momento dijo haber deseado ser un robot– nunca hubiera soñado.
Si nos fijamos, la voz que durante más de seis horas monocordes y fascinantes desgrana –como la propia imagen del Empire State Building en la película “Empire” (1964)– la vida entera del artista es mucho más que una metáfora o una ilustración warholiana de Warhol. Es, en sentido radical, el propio Warhol. O a eso aspira. La serie producida por ese productor de series en serie que es Ryan Murphy es consciente de ello. O, por lo menos, juega a serlo. Y esa es su mayor virtud, por lo que tiene de viaje al fondo de Warhol desde el propio Warhol.
En verdad lo que se escucha no corresponde a lo que entendemos como una biografía, un dietario o –más cristiano– una confesión. Originalmente el diario, publicado en 1989, tenía más de agenda en la que apuntar gastos que de paso previo a la penitencia. Warhol, en puridad, más que enseñar nada lo esconde todo. Lo que vemos de él es un complicado ejercicio de ocultamiento que lo define con la misma precisión que lo aniquila. El artista que borró la línea que separa el arte noble y burgués del popular, el provocador ladinamente necio que acabó con la diferencia entre valor y precio, el activista amante de la pasividad, el libertino casto, el demócrata que se veía con Nancy Reagan, el Warhol que aspiraba a ser Warhol a fuerza de ser todo aquello que Warhol jamás podría ser (incluido modelo adolescente y hetero cuando ya era viejo y distraídamente homosexual). Todos estos Warhols, decíamos, aparecen en la película transformados en las infinitas copias de un original que no tuvo otra aspiración que la de ser copia de sí mismo, artista de su propio arte, Warhol por íntimamente warholiano.
“Los diarios de Andy Warhol” acercan y detallan como nunca antes la pasión inconstante que mantuvo con el productor de la Paramount Jon Gould. Pero la sensación de verdad no deja de ser más que una ilusión, pese a las infinitas declaraciones que acompañan a la lectura maquinal del texto. Por mucho que se empeñan uno y otro en explicar en qué consistía la pasión y hasta dónde llegaban tanto el amor como el sexo, al final todo queda empapado por la duda. Una duda que alcanza hasta a la propia muerte de Gould, siempre condenado a esconder su sexualidad e incluso la enfermedad (el sida) que acabó, probablemente, con su vida (en septiembre de 1986). Y lo que vale para el amante pijo sirve igual para la rivalidad, que también fue pasión, que mantuvo con el joven Jean-Michel Basquiat. El espectador cree experimentar una especie de comunión mística con Warhol y, en verdad, todo resulta warholianamente pagano.