Hay una idea extendida de que el cuerpo es solo una cáscara vacía, una carcasa exterior para lo realmente importante, el interior, el espíritu. Doctrina animista que claramente no comparte David Cronenberg, un director que ha dedicado la mayor parte de su extraordinaria carrera a explorar los misterios y las posibilidades de la carne. “Los sudarios” (2024; se estrena hoy en Filmin), para la que se inspiró en la pérdida de su esposa Carolyn en 2017, tiene aires de episodio final (o, como mínimo, tardío y amargo) de esa investigación: es, en rasgos generales, la historia de un hombre que se niega a ceder el cuerpo de su mujer a la oscuridad y ha de aprender a convivir con el final de todo.
Abrazado de nuevo a la distopía más ballardiana, Cronenberg sigue los pasos de Karsh Relikh (Vincent Cassel), dueño de una compañía de cementerios último modelo donde se puede observar a los difuntos a través de sofisticadas lápidas-pantalla. Sus cuerpos están envueltos en los sudarios titulares, mortajas equipadas con microcámaras que emiten imágenes de ultraalta resolución. El propio Karsh ha enterrado así a su mujer Becca (Diane Kruger, que también hace de hermana de Becca y pone voz al avatar de inteligencia artificial Hunny). “No podía soportar la idea de que estuviera allí sola y de que yo nunca sabría lo que le estaba pasando”, dice nuestro soñador para justificar su decisión. Solo a este cineasta único e incomparable se le ocurriría (y podría llegar a encontrar financiación para) semejante premisa.
Por desgracia, una película de dos horas raramente se queda en un concepto, un escenario. La aparición en el esqueleto de Becca de unas extrañas protuberancias óseas marca el principio de una trama conspirativa que une dinero y política (entre muchas otras, demasiadas, cuestiones) a la mezcla de duelo y tecnología. Hay una vandalización, una toma de rehenes por encriptación, grupos ecoterroristas, algo de paranoia médica estilo Michael Crichton… Podría haber funcionado, pero toda esta intriga se resuelve, o algo parecido, de manera fangosamente discursiva, sin un suspense efectivo ni set piece alguna con la que vibrar. Es como si entre las líneas del poema más extraño se hubieran colado fragmentos de la prosa más prosaica.
Por lo menos la introducción de ese magnate húngaro-canadiense de la automoción eléctrica (otro día hablamos del product placement de Tesla) viene acompañada de un personaje atractivo: una misteriosa esposa ciega, Soo-min (Sandrine Holt), con la que (pequeño espólier, o quizá no) Karsh consigue eludir lo que él llama “asexualidad crónica”. Pero las escenas de sexo impactantes involucran a otras amantes, dos mujeres que parecen la misma, como Madeleine Elster y Judy Barton en “Vértigo” (Alfred Hitchcock, 1958). Una de esas escenas es puro “Crash” (1996); otra es pura perversión emocional no exenta de ternura. Es en estos momentos cuando aparece el mejor Cronenberg, ese capaz de apelar por igual y de forma intensa al cerebro y la piel.
“Háblame de esa obsesión por los cuerpos. Has hecho carrera a partir de ellos”, le dice un personaje a Karsh en determinado momento del filme. Cronenberg no esconde –más bien exhibe– su conexión con el personaje principal, un claro alter ego. Por eso sorprende que a lo largo del metraje no profundice más en el elemento catártico del proyecto y se distraiga con ramificaciones argumentales que a (casi) nada conducen. Se habla de “Los sudarios” como su potencial canto del cisne, su testamento fílmico, pero él debería ser capaz de despedirse mejor. ∎